Santiago de Chuco, capital de la poesía del Perú. Tramo final del camino de San César. Una ciudad entre las nubes. Descanso de los peregrinos.
por Diego Vdovichenko
¿Y si te escribo que para llegar acá no miré ningún mapa me creés?
Viajar como quien descubre un mundo que sabe que existe pero no cree. Viajar sin mapa como quien va develando los misterios que se ocultan en las pisadas que resuenan indistintamente a lo largo del camino porque, como dice el poema, un caballo que dé la vuelta al mundo sigue siendo un caballo.
Conocí el sur de Argentina viajando a dedo, durmiendo en bosques, estaciones de servicio, en la calle, pidiendo para comer o comiendo lo que conseguía. Pasé momentos en donde adelgace el cuerpo pero en mí, eso otro que no es sólo la mente, algo comenzó, una idea, un lema: si no vas te la perdés.
Así fue que llegué a Santiago de Chuco, sin tener ni la más pálida idea dónde quedaba, cómo era y qué había. Notaba que mis compañerxs de viaje tenían mucha información, unas ruinas acá cerca, marcas del colonialismo cerca del río, unas termas más allá. Yo quería llegar a la casa de los Vallejo, donde nació (literalmente) César Vallejo.
El loco que nos llevó en el remis se llamaba Martín. Un loco de unos 25 años que a lo largo del camino, que se hizo interminable, nos fue contando cosas del lugar, accidentes de la ruta, datos que proponía el paisaje.
Al no mirar un mapa no sabía si Martin nos llevaba donde queríamos o nos llevaba donde quería él. Esa sensación de incertidumbre me acompañó bastante hasta que vi el cartel a la entrada: “Santiago de Chuco, Capital de la poesía del Peru”.
Lo primero que hicimos fue dejar las cosas en un hotel y caminar hacia la casa que se encontraba a pocas cuadras de ahí. Lo segundo fue sentarnos frente a la casa. Era de noche, hacia mucho frío, había poca luz y en mis ojos una serie de lágrimas comenzaron a caer. No sé qué fue lo que pasó, en mi cabeza se repetía una frase “loco, estás acá, loco, estás acá!”. Imaginate que vos leés a Vallejo, no entendés nada pero te copa. Durante años leés el mismo libro, Trilce. Lo seguís, siempre repetís un poema, lo recitás en secreto. Andás en esa un tiempo, después flayás con viajar a Perú para conocer la casa y el lugar donde nació el loco que escribió ese poemario. Imaginalo todo completo. Cerrá los ojos. Abrilos, estás ahí, enfrente a la casa de Vallejo. La emoción, por más rococó que sea, está, se siente y no hay altura que te apriete los oídos, es todo magia de un momento irrepetible, un cachetazo, un zarandeo mental.
Probablemente nunca más vuelvas a pisar ese lugar como nunca más volviste a ningún lado. Como Heráclito con el río, pero más fácil.
¿El museo de la casa de Vallejo importa? ¿La sede de la Universidad de Trujillo, el río que recorrimos abajo del pueblo donde encontramos unas piedras con el año 1700 y pico tallado, la lluvia, el frío, las bebidas calientes, medicinales, la vez que nos sentamos en un bar y fui a tocarle la puerta a Oscar Vazquez, poeta residente, perteneciente al grupo Katequil, que nos regalo su libro junto a otros de literatura peruana como Alegría, Arguedas, cuentos populares, etc. y se vino al barcito a tomar unas chelas, donde cayó casualmente su amigo pajarito y estuvo tocando la guitarra cantando canciones que le escribió a su Santiago natal, que cantó y chupó, cantó y chupo hasta que ya no pudo más y se fue, haciendo zetas para quién sabe dónde; importa?
Algo de mí se quedó en el recuerdo de Santiago de Chuco para siempre y ya no me pertenece.
El resto fue comer la comida del lugar, andar y andar por el pueblo, caminar y caminar, comer y comer. Tres días fueron suficientes, además, la onda con Olivia y Francisco se estaba cortando, yo quería hacer la mía, juntamos las cosas y fuimos a Trujillo, donde cada uno siguió por su lado.
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Diego Vdovichenko nació en Rosario del Tala, Argentina, en 1985, pero creció en Bahía Blanca. Vive en La Plata donde da clases de prácticas del lenguaje en escuelas públicas. Publicó La fresca junto a Victor Gonnet y Gastón Andrés (Editorial pujante, 2010), Hasta acá (La Propia Cartonera, 2012) , Creo en la poesía (Iván Rosado, 2015), Las Piedras (Gog y Magog, 2015), Volver a la escuela (Club Hem, 2015), La canción que más nos gusta (Neutrinos, 2015), Esos pájaros (Editorial Alas, 2017) y Cuaderno verde con ilustraciones de Julia Cisneros (edición casera, 2018).