Durante mayo se desarrolló en la Casa Victoria Ocampo del Fondo Nacional de las Artes el ciclo La obsesión del espacio. Seis poetas expusieron sobre la relación entre su poesía y el territorio. Idas y Vueltas es la primera de esas conferencias.
por Daiana Henderson / fotografías de Fabricio Caiazza
Soy de Paraná, Entre Ríos, y vivo en Rosario, provincia de Santa Fe, desde hace ya 10 años. Durante toda esa década he hecho con una frecuencia de una vez por mes los 270 kilómetros que separan una ciudad de la otra en colectivo por la autopista, y en menor medida en auto por la ruta que pasa por Victoria y Diamante, con sus cuchillas psicodélicas.
Revisando cuadernos desordenados encuentro esta anotación:
“Saliendo de Paraná, si uno quiere insertarse en el trazado asfáltico que dirige hacia el centro del país, va a doblar hacia la derecha en la curva que coloquialmente se llama el rulo y, tomando velocidad como si estuvieran siendo centrifugados, los autos son expulsados y embocados en el agujero del túnel subfluvial, una cápsula de tiempo azuleajada color cremita que deja a los viajantes incomunicados, condena a los aparatos telefónicos a una inmediata obsolescencia convirtiéndolos en objetos lumínicos inservibles. Hacia el final, la luz aparece con intensidad. Estamos afuera del túnel y oficialmente fuera de Paraná. Pero ahora, si miramos a nuestra izquierda, sucede que ahí la vemos, desde la orilla de enfrente. Una consciencia que no puede tenerse desde dentro de la ciudad. Hay que atravesar el río por abajo ‒subfluvial‒, sumergirse y emerger para verla por fin emplazada, casi abalanzada sobre la orilla. Es que no tiene el miedo del resto de las ciudades orilleras porque la protege una respetable barranca. Y justo hoy la condensación del aire se llevó toda la bruma y el sol parece estático y sin movimiento, así que la ciudad tiene la apariencia de una maqueta realista sin vida o una experiencia en 3D en pausa. Hasta esa mancha de humo gris oscuro que desprende una fábrica en Bajada Grande (¿de ladrillo?) se desplaza con una lentitud imperceptible y aspira a confundirse con las nubes blancas. Calle, autopista, campo, ciudad, casa, rancho, edificio, antena, fábrica, nube, río, llanura, monte, cuchillas, cielo despejado, nubes, mañana, tarde, noche, luna, sol, estrellas, frío, calor, amanecer, atardecer, sol fuerte, tenue, débil, lluvia, llovizna, rocío, garúa, niebla, bruma, húmedo, seco. Todas las posibilidades para la construcción de un escenario climático resumida en cuatro líneas y media, ¿cómo alguien que escribe no va a pensar, de vez en cuando, que está escribiendo siempre el mismo poema?”
Alguna vez me vi tentada de calcular cuántas horas de mi vida he pasado suspendida en el tiempo en esa ruta, pero temo que el numero pueda asustarme, así que declino de hacer el cálculo.
Amo Entre Ríos, su corazón selvático y salvaje me purifica y acompaña, la cordialidad de los entrerrianos, y me siento profundamente entrerriana. Allá está mi familia, amigas y amigos, y el escenario de mi niñez y adolescencia. Sin embargo, a la semana de estar allá siento como un sofoco y la necesidad de volver a Rosario, ciudad que me brindó abundantes posibilidades de intercambio y aprendizaje, sobre todo en lo que respecta a mi formación artística.
Vivo, simbólicamente, en la ruta. Mi corazón está siempre tensionado por un hilo atado a esos dos puntos geográficos. Y mi relación con una ciudad se mantiene en equilibrio emocional por compensación con la otra. Siempre la otra me llama y me falta, y por eso vivo yendo y viniendo. No sé por qué pero esa doble pertenencia ha resultado sana para mí.
La distancia y la presencia permanente y simultánea de las dos encuentra su signo perfecto nada más y nada menos que en el río Paraná. Donde sea que esté, estoy a su orilla, viendo el agua correr hacia la derecha o izquierda, según donde me encuentre, las islas más cerca o más lejos, viendo pasar monstruosos barcos de carga a los que con vértigo imagino estrellándose contra la costa o pequeños botes pesqueros volviendo a la hora en que la mosquitada hace su avance letal.
La distancia, para Benjamin, es el motivo iniciático de la literatura. El hombre que sale de la aldea y vuelve para contarlo es el primer narrador.
La distancia, insumo fundamental para la escritura. No ya, solamente, la distancia temporal y espacial, sino también: el distanciamiento con la cosa observada, el distanciamiento emocional con el hecho en caso de la escritura autobiográfica, y luego el distanciamiento de la euforia de haber escrito algo potable, por último el distanciamiento del poema, para su posterior corrección o para la limpieza de caprichos estéticos. El “escribir a media rienda” que sugería Chejov, recomendación parafraseada frecuentemente por Hebe Uhart. A media rienda: ni eufórico, ni deprimido, “sin estar a la deriva de las pasiones extremas” (Hebe dixit). Pero también –agregaría– la escritura a media rienda entre la espontaneidad y la razón, control o no control, como Fernanda Laguna tituló a sus poemas reunidos. Control o no control. Control y descontrol.
Ahora bien, estos dos términos opuestos y binarios no resultan del todo equitativos. Ejercer control en la escritura puede ser una decisión, una acción deliberada. Supongamos que uno puede decidir ejercer control, con mayor o menor pericia, sobre la escritura de un texto. Sin embargo no puede decirse lo mismo para su negativo: ¿se puede decidir perder el control de la escritura?, ¿es posible perderse voluntariamente?, ¿cómo hacemos para no controlar el devenir o el desarrollo de un poema? Desafortunadamente no hay o no estoy en condiciones de elaborar una respuesta terminante. Dejo esta pregunta suspendida un momento y en unos segundos la retomaré.
Como soy poeta (o al menos en carácter de tal fui invitada a hablar hoy), escribir un texto de este tipo me presentó dos dificultades: la dificultad del tema y la dificultad del vacío.
Empiezo por la primera. ¿Por qué el tema es una dificultad? Porque en la poesía no hay temas. La poesía no se trata de algo. Lo que pasa es que para experimentar el sentido de un poema –o para vivir la experiencia que un poema propone– una debe estar dispuesta a ser un lectora nueva cada vez, a liberarse a los juegos y reglas que el poema propone de manera singular. Y, para quien no tiene el desprejuicio o la gimnasia de la lectura del poema, resulta un ejercicio bastante agotador y, en consecuencia, enseguida cae en la desesperación de preguntarle al poema qué quiso decir o para qué sirve: la moraleja. Sucede que la huella de nuestra escolarización es muy fuerte y quizá las maestras y los maestros nos preguntaron demasiadas veces qué quiso decir el poeta o de qué se trata, como si el poema fuera un juego de ingenio, una adivinanza o un mensaje siempre cifrado en un código de símbolos alegóricos. En la poesía no hay temas y es por eso que, si se puede arriesgar una sinopsis que resuma en veinte líneas de qué va un ensayo o una narración de veinte páginas, el poema habilita el movimiento inverso. No habilita síntesis sino expansión. No resulta muy insólito pensar que de la lectura de un poema de quince líneas se puedan escribir quince páginas.
Sin embargo, definitivamente hay algo que moviliza la escritura del poema o su aparición, aunque eso parece ser para lxs propios poetas siempre un misterio, una magia o una receta que funciona por única vez.
El motor del poema es un misterio y el combustible que lo hace funcionar también (por suerte).
En los días previos a esta exposición, me encontré yendo y viniendo entre reflexiones que se iban por las ramas hasta perder su punto de partida, una enramada de derivaciones imposibles cuyo recorrido ni yo podía recuperar. Yendo y viniendo a la computadora y a su sinfín de posibilidades distractivas, yendo y viniendo entre anotaciones en los cuatro cuadernos que empiezo y abandono de manera aleatoria y desordenada, yendo y viniendo a la pila de hojas A4 vírgenes.
Entonces recordé aquella expresión tan prototípica de la escritura: el terror a la hoja en blanco. Nunca sentí pavor por la hoja en blanco.
Zelarayán decía que la única diferencia entre el verso y la prosa es que una llena la página y la otra no. Pero no es una diferencia menor, más bien todo lo contrario.
El verso, unidad rítmica mínima del poema, necesita del vacío para existir. Si la prosa (o la narrativa) llena la página es porque dice más de lo que no dice. La prosa está, principalmente, hecha de tinta. Lo impreso ocupa más lugar que su soporte de papel. En el poema, en cambio, el blanco ocupa –ya visualmente y desde lejos– más lugar que lo que en él se inscribe. El verso, para sonar, necesita silencio. El poema, para existir, necesita vacío.
Me gusta pensar esto: si la poesía es un tipo de composición musical, el silencio es una nota como cualquier otra. Silencio no es no-sonido. Por eso lxs poetas no le tenemos mucho miedo a la página en blanco, porque el vacío es nuestro aliado y somos pacientes y amables con él.
El texto que quería escribir “no arrancaba”. Hay una recomendación que siempre viene a mi mente cuando me veo en un loop de ansiedad improductiva. Al consejo lo dio Bjork en una entrevista: decía algo así como que cuando se está demasiado tiempo frente a una pantalla, el cerebro se siente como se siente el cuerpo después de comer demasiada comida chatarra, y que entonces había que salir a caminar. Rindo culto a Bjork, salgo y camino. Y casi de inmediato mi cerebro se oxigena. Experimento, primero, un bienestar físico. Luego empieza a sonar como una cantinela, una frasesita, algo que no sé qué es, quizá un versito: “ahí está el río con su concha de arena” dice y se repite como un estribillo, se ordena atrás y delante de un verso poco consistente que rápidamente se disuelve y se reformula. Experimento una pequeña danza, sonora e inaudible, aún sin sentido. El sentido –si viene– vendrá después.
¿Cómo puede ser que hasta hace cinco minutos estaba en un estado de obturación, demasiado mental, y apenas emprendida la caminata experimento esta pequeña danza de significantes a la vez sonora e inaudible? Es que la parte obsesiva del cerebro, la del control, la que quiere el poema terminado, está muda, distraída, o mejor dicho: obstruida, ocupada en el movimiento mecánico de la coordinación corporal que permite que yo esté caminando de manera fluida, y libera el campo de su ansiedad por ejercer control. Como esas personas hiperquinéticas que se quedan orbitando tranquilas cuando se les asigna una tarea.
Hay algo en el movimiento mecánico y automático que resulta casi hipnótico: acciones para las que es necesario dejar de pensar con la mente (parece una redundancia, pero no lo es), ejercicios de coordinación (como tejer, caminar, seguir los pasos de una coreografía) en los que, si uno intenta controlar concienzudamente el ritmo y la acción, se traba y se pierde. Es necesario liberarse al ritmo propio de la acción, o a la danza espontánea entre el ritmo que la acción requiere y el ritmo que nuestro propio cuerpo le propone.
No es casual que el verso liberado de su forma métrica coercitiva, es decir, el verso libre, se haya dado casi en simultáneo con la aparición de la figura del flaneur en la literatura, el viandante: el observador caminante. El movimiento mecánico de la caminata proporciona una base rítmica al poema.
¿Y cuando vamos en la ruta? Una sucesión encadenada de imágenes en movimiento es proyectada sobre la ventanilla. Para mirar es necesario suspender la vista, dejarla semi-enfocada o enfocada en un nivel superficial, porque estar enfocando a cada momento elementos del paisaje que aparecen y desaparecen de cuadro una y otra vez es algo insoportable para el ojo humano, además de que puede provocar mareo. Practicar la semi-observación, de modo que la observación quede también a media rienda, puede proporcionar un buen estado para la libertad de asociación, la profusión del pensamiento, la aparición de versos efímeros y de melodías indómitas.
Daiana Henderson nació en Paraná, Argentina, en 1988. Vive en Rosario desde 2007. Publicó los libros de poesía Colectivo maquinario (Diatriba, 2011), El gran dorado (Ivan Rosado, 2012), A través del liso (Determinado rumor, 2013), Un foquito en medio del campo (Editorial Municipal de Rosario, 2013), Humedal (Liliputienses, 2014 -que reúne sus libros publicados hasta la fecha-), So that something remains lit (CardBoard House Press, 2018, con traducciones de Lucina Schell) e Irse (Ivan Rosado, 2018). Es co-autora de las antologías 30.30 poesía argentina del siglo XXI (EMR, 2013), 1.000 millones: poesía en lengua española del siglo XXI (EMR, 2014), 40 velocidades: colección de poemas en bicicleta (Neutrinos, 2014) y 53/70 poesía argentina del siglo XXI (EMR, 2014). Codirige la editorial Neutrinos, especializada en poesía contemporánea y lleva adelante, junto a Cristhian Monti, la librería de autor Laguna, en Rosario. Desde 2013 integra el equipo curatorial del Festival Internacional de Poesía de Rosario.
Fabricio Caiazza Faca nació en Rosario, Argentina, en 1974. Estudió Bellas Artes en la Universidad Nacional de Rosario, es educador. Le interesa la escala urbana como soporte expandido del arte actual. Actualmente desarrolla programas de urbanismo participativo desde el arte y el diseño, involucrando en ello diversas comunidades. También experimentó con obras entre el mundo físico y la cultura digital interviniendo calles y edificios en decenas de ciudades. En todos sus proyectos le gusta editar el proceso de trabajo en formato impreso.