El ritmo del desplazamiento y el ritmo de la escritura. Distancia, perspectiva, el discurrir del paisaje en la ruta.
Milton López entrevista a Daiana Henderson / fotografías de Inés Martino
ML – Como poeta y editora ¿cuál es el “circuito editorial” que realizaste en toda tu trayectoria, en cuanto a editoriales y sus respectivas direcciones (en las que hayas editado tus libros y para las que hayas trabajado editando)?
DH – En 2011 tuve un fanzine con amigxs de Paraná, se llamó Pegaláctico, y tuvo solo dos números, como suele ser la regla. Fue un lindo inicio. Luego, Fernando Callero y Santiago Pontoni me publicaron una plaqueta con un poema adolescente, en Ediciones Diatriba de Santa Fe. Por ese tiempo empecé un blog, que es como un modo de autoedición, se llamaba “a falta de cuadernos” lo cual es un poco una mentira porque nunca dejé de escribir en cuadernos. En 2012 publiqué El gran dorado en Ivan Rosado y una serie de poemas en una plaqueta llamada Verao, por Neutrinos, que por suerte logré quitar de circulación casi por completo. Ese año empecé a colaborar con Neutrinos -que había empezado un año antes- maquetando plaquetas y diseñando tapas, y hacia fin de año me incorporé como editora y se convirtió en un proyecto central para mí. En 2013 salió A través del liso en e-pub por Determinado Rumor y obtuve el primer premio compartido del concurso Felipe Aldana, a partir de lo cual salió publicado Un foquito en medio del campo en la Editorial Municipal de Rosario. Ese año incursioné como antóloga con el 30.30 poesía argentina del siglo XXI para el Festival Internacional de Poesía de Rosario. En esa misma colección, en 2014 co-antologué 1.000 millones: poesía en lengua española del siglo XXI y en 2015 53/70: poesía argentina del siglo XXI, las tres editadas por EMR para el FIPR. En 2014 salió Humedal en España, por Liliputienses, que reúne el dorado, el liso y el foquito. En 2016 salieron dos poemas inéditos en una plaquetita titulada Caja de herramientas por el proyecto postal Fantasma, de Cata Reggiani. En febrero de 2018 salió una edición bilingüe en EEUU, por Cardboard House Press con traducciones de Lucina Schell, es una reunión de poemas éditos e inéditos titulada So that something remains lit. Antes de fin de año voy a publicar un libro de poemas titulado Irse, otra vez por Ivan Rosado.
ML – ¿Qué lugares marcaron definitivamente tu escritura?
DH – Las ciudades de Paraná, donde nací y crecí, y Villaguay, donde pasé mucho tiempo libre en los veranos de mi infancia y adolescencia. Rosario también, sobre todo por el contraste que significó encontrarme viviendo en una ciudad con tanta vitalidad artística. El río. Y, si bien siempre viví en ciudades, tuve un contacto directo e indirecto con la vida de campo que fue significativo para mí, mis cuatro abuelxs vivieron en algún momento en el campo, mi abuelo paterno se fue a vivir a la ciudad ya de viejo, pude acceder a conocer una vida distinta, con otras prioridades, al conocimiento pragmático tan vasto de la naturaleza que tienen incluso los niños, el entendimiento del comportamiento animal, además de una cosa medio sobrenatural que en el campo tiene tanta entidad como los hechos mundanos concretos. Después, lugares dentro de la literatura: el Festival de Rosario, donde escuché por primera vez a muchxs de mis poetas favoritxs y donde conocí a amigxs hoy muy cercanos, y también en ese sentido el Club Editorial Río Paraná. También pienso en ciudades como Mar del Plata y Bahía Blanca, donde hice a varios de mis amigxs-de-la-poesía más cercanxs, que son mis interlocutorxs.
ML – ¿Cuál es tu interés en el tema del desplazamiento y qué relación encontrás con tu forma de escribir? ¿Hay una forma de escritura que se imprime por el modo de desplazamiento?
DH – La mayoría de las veces en que me trabo y no puedo escribir, se lo adjudico al deseo de mi mente de querer controlar el poema. Y es como cuando no me puedo dormir: cuanto más pienso en que no estoy pudiendo dormirme, más me desvelo. La mente empieza a flashear con que la poesía es su territorio, entonces sin darme cuenta le impongo mi inteligencia al poema y el resultado no me gusta, pero capaz ya me embelesé con algo, entonces entro en un espiral del que me cuesta salir. Cuando escribo en cierto sentido me salgo del dominio de mi mente auto-pensante, aun estando enteramente en la realidad. Y, aparte de escribir, la otra manera de salir un poco de mi mente auto-pensante es desplazarme: caminar, andar en bici o mantener la vista semi-enfocada en el discurrir del paisaje en la ruta, que es algo medio hipnótico… Creo que inconscientemente asimilo las dos sensaciones: la de escribir y la de desplazarme, por eso a lo mejor una está tan impregnada de la otra.
ML – En muchos de tus poemas de Un foquito en el medio del campo hablás del movimiento y del tránsito de un lugar a otro (por ejemplo: Había que recuperar la sed, Un horizonte curvo radioactivo, Dicha, Equilibrio, Leña, Migración), ¿Cual creés que es en tu caso esa importancia del trayecto?
DH – Además de lo que digo en la respuesta anterior, supongo que también está el tema de la distancia temporal y/o espacial que da perspectiva y sensatez respecto a un hecho, a una experiencia o a una impresión muy fuerte. Igual también se puede escribir sin esa perspectiva, desde el centro de la experiencia o inmerso en esa fuerte impresión.
ML – Así sacados de contexto algunos versos parecen seguir hablando de la circulación por un territorio, del movimiento irrefrenable:
de Había que recuperar la sed
“tuve que venir a vivir al otro lado / para recuperar la emoción”
de Equilibrio
“el equilibrio se fabrica con la distancia”
de Dicha
“remar no se trata de llegar a la isla, / es disfrutar el trayecto”
“cada desplazamiento tiene su clave sensitiva”
y de Panchito
“Podríamos ponerle freno de mano al planeta, / quedarnos acá y no nos perderíamos nada”
¿Qué relación podés establecer entre ese movimiento y el “quedarse”, el silencio del final del libro, esos sonidos que se apagan en el poema Apagón* ?
DH – Mmm. No sé, no lo pensé como dándole un cierre de quietud al movimiento del libro. Pero, si me preguntás ahora, siento que el “apagón”, el cese momentáneo de la luz, hace que de alguna manera se igualen la ciudad y el campo, es el fin del artificio, que es lo que me cansa de la ciudad, aunque siempre viví en una. Para mí no hay forma de quedarse en ningún lado, no lo digo de una manera pesimista, simplemente no experimento esa sensación ni aspiro a experimentarla. La quietud no es la calma y viceversa.
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* de Un foquito en medio del campo, Editorial Municipal de Rosario, 2013
Había que recuperar la sed
Nos habíamos acostumbrado
a ver el río de fondo de pantalla,
como un póster viejo y desteñido.
Tuve que venir a vivir al otro lado
para recuperar la emoción.
Las islas se ven diferentes,
demasiado lejos para poder olerlas.
El río corre en sentido contrario.
Allá, durante la crecida
podemos entrar despacio, juntando las manos
adelante del pecho de rezar,
abrirlas como una idea que se expande
por las ramificaciones internas del cerebro,
un entusiasmo repentino
que arroja luz sobre todos los estados
anteriores de infelicidad.
Un perro echado, con los ojos apretados
como si el sol le apuntara con un rayo,
se está perdiendo el atardecer.
Los skaters aprenden a caerse a nuestras espaldas.
A veces pienso en ese momento tan raro.
Era primero de enero después del mediodía
–habíamos salido de fiesta la noche anterior–
y vos decidiste ir hasta el club, solo,
porque llamaste a tus amigos
a la hora de la siesta y te dijeron
que te dejaras de joder.
Sé que no había un alma en la calle
y que bajaste todo derecho la avenida hasta el final.
¿Obtuviste alguna claridad en el camino
mientras veías aparecer el río
asomándose entre los álamos?
Es que era una imagen tan común…
Pero un año vimos a los rugbiers sudafricanos
llegar a la costanera, apoyaron
sus antebrazos inflados en la baranda
e hicieron tiempo para largarse a llorar.
O ibas caminando en automático, esa vez,
un poco entumecido por la resaca,
pensando en cosas livianas como quien va
pateando una tapita de gaseosa.
Te habrás acordado algo de mí?
Estabas solo. No había nadie que te pudiera rescatar.
Escuchame: tomate un segundo para mirar el río.
Equilibrio
Papá aflojó los tornillos
para que aprendiera
a andar sin las rueditas.
Ella me llevó a la vereda
de tierra que rodea el hipódromo,
justo enfrente de casa.
Y cuál es la necesidad
de aprender a sostener
mi cuerpo todo de nuevo?
Le hice prometer que no
me soltaría por nada del mundo.
Giraba apenas mi cuello
para ver que ella siguiera ahí,
corriendo justo detrás mío,
agarrándome
de la parte baja del asiento.
“Yo no te suelto – me decía –
yo no te suelto”,
pero para ese entonces
ya estaba pedaleando sola
y no me daba cuenta
de cómo ella se alejaba de mí,
aún quedándose quieta
entre los troncos viejos y gruesos.
Me enojé tanto cuando volteé
que rechacé ese objeto
a un costado de la vereda
y quise volver a casa.
Ahora voy esquivando colectivos,
haciendo finitos, calculo
el tiempo exacto para pasar en rojo
y no morir en el asfalto,
pero así y todo no voy a reconocerlo.
He decepcionado muchas veces a mi madre
y sé que seguiré haciéndolo.
Es que no hay lugar en el mundo
para dos personas iguales,
ni siquiera lo hay en una casa,
por eso me fui apenas terminada la escuela.
Pero es necesario para que mamá aprenda.
El equilibrio se sostiene con la distancia,
si nos quedamos quietas
seguramente nos vamos a caer.
Ahora rebobino el cassette
y resulta que soy yo la que se aleja
mientras ella se queda parada,
palideciendo bajo el sol de un domingo.
Pero yo no te suelto,mamá,
yo no te suelto.
Dicha
Sigo encontrando cierta dicha
en ir en bicicleta hasta tu casa.
Remar no se trata de llegar a la isla,
es disfrutar el trayecto
–dijo Ricardo cuando nos enseñó.
Cada desplazamiento tiene su clave sensitiva.
Bajo los cambios para subir.
Después,
apoyo el peso del cuerpo en los pedales
y me dejo caer en picada.
Se entretejen nudos en los pelos
cuando se ponen a flamear hacia atrás.
Las construcciones van perdiendo altura,
una estela de humo atraviesa el cielo,
dibujada con la punta de una fábrica.
Aterrizo en la entrada de tu casa. Las cosas
andan bastante mal ahí adentro
o en cualquier otro reducto
que tengamos que compartir.
Puedo aceptar que ya no nos queremos como antes,
pero si insisto, es porque la distancia
fabricada entre nosotros
es tan hermosa y delicada
como ningún otro trayecto
que conozca hasta ahora.
Apagón
El apagón provocó la muerte de los semáforos
y el consecutivo caos embotado.
Los autos quedan tanteando la oscuridad
a las puteadas y los bocinazos.
Vemos caer en espiral las brasas de cigarrillo
que les enviamos desde arriba.
Después de varias horas, la avenida
logra despejarse, respira el asfalto
como la pileta honda del club a la noche
en verano, momento en que el cuidador,
a solas con ella, se encarga
de medirle el empacho, medicarla,
acariciarla con el sacabichos, despacio,
como a una yegua cansada de correr las carreras.
Lo que más reconforta a las yeguas
es que les mojen las patas.
Cuando era chica, a la noche,
cruzábamos la calle y desde afuera
del hipódromo podía verlas felices,
casi sonriendo como unicornios
drogados.
Una linterna se asomaba a veces
entre árboles y caballos durmiendo parados,
y nos daba miedo.
Vi que tiraron todo:
van a hacer un shopping
donde estaba la pista.
De noche resplandece el nuevo
tractor de la municipalidad.
Dicen que habían familias viviendo
clandestinamente en esos terrenos gigantes
y los hicieron desaparecer.
Ahora aparece, algunas noches, una linterna
entre los árboles, y se asustan otros.
El fondo de la oscuridad empuja
los pensamientos que se trepen.
¿Cuál es el primero que activa
el funcionamiento de las ciudades?
Una amiga nació en el medio de un corte de luz,
las enfermeras sostenían farolitos con velas.
Las cosas que urgen son las únicas necesarias:
la madre
de mi amiga
dio a luz
en la oscuridad.
En el campo los cuentos
tenían todos que ver con luces:
el inagotable recurso turístico de la luz mala;
la vez que Chiche se levantó
y una ráfaga potente iluminó toda la casa,
al otro día: vacas mutiladas y otros
indicios de fuerzas extrañas.
Los chupacabras y otros fenómenos sobrenaturales
suelen tener mucho raiting
en ciudades como Paraná.
Los chicos dicen que vieron en el medio del monte
un animal gigante que no era ni un perro,
ni un caballo, ni un puma y salieron cagando.
Fue en la época en que estaba de moda
salir en el noticiero local
contando haber visto al lobizón
en situaciones bizarras.
Les gusta revivir eternamente momentos como ese,
cuando terminamos de comer el asado
y los mosquitos parece que terminaron la previa
y vienen a buscar bard a donde se amontona gente.
—Si apuntás con un reflector potente— dice el flaco—
las lechuzas caen secas al piso.
¿A qué sentimiento se parece
eso que por un rato las inmoviliza,
las endurece?
Las preguntas serpentean el oído
como los mosquitos, hasta que alguno
las espanta pidiéndome que les pase la coca.
Los cubos de hielo crujen en el vaso,
las brasas fosforecen todavía en la parrilla;
los dos se desintegran en un mismo proceso.
El gordo Melini hunde su cara
en la pantalla del celular, que se agrandaba
paulatinamente en cada reencuentro.
—para qué mierda te juntás, gordo,
si estás dele que dele con la porquería esa.
—Vos porque ahora estudiás Letras y te hacés el hippie
—le respondía, y Joaco se quedaba callado.
Éramos diferentes y amigos.
Ahora somos cada vez más diferentes
y aunque nos vemos poco
de amigos seguimos igual.
Joaco cuenta el cuento de Landriscina:
un gaucho en un camino de tierra
veía a la luz mala acercarse… acercarse…
y terminaba atropellado por una moto.
El gordo Melini le dice que lo cuenta muy mal.
Clavo mis ojos como escarbadientes
en las estrellas que más se esfuerzan
por destacarse del cielo violeta.
—No sabés cómo se ve esto desde el monte
—me dice el flaco. Y sí sé, pero no le digo
porque ese lugar en el grupo
lo ocupa solamente él.
Tampoco le digo las otras
variaciones de la luz que conozco:
que un foquito en el medio del campo es importante,
que los ojos de los animales brillan verdosos,
que si uno se queda un rato en lo oscuro
empieza a verle los bordes,
que la luna deja a los charcos plateados,
que si tenés una buena linterna
podés alumbrar el cielo como los helicópteros
cuando buscan un prófugo.
El gordo se golpea violentamente la pantorrilla
sin sacar los ojos de donde los tiene
y el flaco prende un espiral.
En espiral vemos las brasitas
del cigarrillo y, cuando llegan abajo,
ya no hay nadie.
Las bocinas, los zumbidos urbanos
descienden poco a poco hasta neutralizarse,
como un rocío
que al llegar la noche
la tierra llama hacia sí.
Esos sonidos constantes que naturalizamos,
recién descubiertos cuando se apagan.
Las calles están en silencio,
todo es más hermoso bajo su luz natural.
La ciudad en estado puro.
Panchito – audio tomado de Sonidos de Rosario, grabado por Adolfo Corts, producido por Diego Colomba, el 05 de Septiembre de 2014
Milton López nació en 1987, en Bahía Blanca, Argentina. Lee sus poemas en público desde el año 2005, publicó los libros de poesía Impreso en papel vegetal (La Propia Cartonera, 2011), El quinto sueño (Colección Brillo, Iván Rosado, 2012 -traducido al francés y publicado en Toulouse por Julieta Cartonera, 2013), Vermouth (Chuy ediciones, 2013), Hablar como los animales (Eloisa Cartonera, 2014), Aves (Ediciones Vox, 2015), Borders (Neutrinos, 2015), Diciembre (Maravilla, 2017). Formó parte del colectivo editorial de la revista Rigoleto. Se recibió de profesor en Letras en la UNS y da clases en escuelas provinciales. Además le gusta jugar al fútbol, viajar y pintar cuadros amateurs.
Inés Martino nació en Rosario, Argentina, en 1973. Se formó en Bellas Artes en la Universidad Nacional de Rosario en una década signada por crisis económicas, lo que la llevó a partir buscando futuros mejores. En ese proceso sus conceptos de la actividad artística se forjaron al calor de colectivos de activistas que planteaban una idea de arte contemporáneo participativo, activo, grupal. Desde entonces gravita en ese margen tangente. En el camino encontro en el lenguaje fotográfico su herramienta predilecta. Le gusta decir que su práctica consiste en proyectar mundos posibles.