Un día en la vida de Claudia Prado
6:50. Todavía no suena el despertador, pero Fran ya repitió varias veces: mamá, abrí los ojos, y yo por un momento los pude abrir. Después de dormir once horas, dice que todavía está cansada, que quiere tomar una mamadera y que sea yo la que le lee un cuento, muchos cuentos. Me parece bien, aunque siento la vista nublada, la arena del sueño cuando parpadeo. Vamos a leer uno, le digo. Anoche tuve un taller lejos: colectivo, path, subte, ferry, taxi, taller, auto, ferry, subte, path, colectivo. El poema* decía: “Estoy cansada de la abstracción. / Nadie dice lo que quiere / y la gente se muere de eso. / ¿De dónde viene este mundo? (…) Las mujeres trans muertas (…) todas vinieron de algún lado. / Sus cuerpos no son flores / para que susurres / a gente que nunca vas a conocer. (…)”. Es un poema de Joshua Jennifer Espinoza, lo leímos en español. ¿Qué es abstracto?, fue lo primero que dijeron. ¿Alguien sabe?, pregunté. Dieron definiciones de otras palabras que suenan parecido. Pensé por dónde empezar y decidí que, de los dos extremos, el de lo concreto era mi preferido. Entonces miré alrededor buscando qué de lo que tenía cerca podía ayudarme: alguna de sus sonrisas; las palabras escritas en un pizarrón; el sonido de los colectivos, afuera, por la Avenida Port Richmond; el gusto de la comida compartida; mi olfato, ciego; la tela de la camisa; el vaso de café casi vacío; todas esas hojas con letra manuscrita; lo que cada una recuerda. Toqué el vaso de café y con esa tibieza como punto de partida empecé una explicación en la que me fui enredando. Hubiese querido decir: concretas son nuestras palabras, la luz de este atardecer de otoño, lo que soñamos anoche, nuestras ganas de vivir, pero en cambio dije otras cosas que no me acuerdo. Están preparando un altar para Día de muertos y lo más apropiado nos pareció escribir un poema colectivo que repite “quiero vivir” en cada verso. Cuando terminamos el taller, Alejandra nos llevó a Fanny y a mí en auto. En el camino a la estación del ferry, Alejandra nos habló de su casa en México, de cuando fue a visitar a sus padres después de muchos años, del perro grande que tenían y la quiso inmediatamente aunque nunca antes la había visto. Fanny habló de mudarse a Manhattan y miramos las luces en la otra orilla del agua oscura. Hace un par de semanas ella escribió acerca de la vez que decidió maquillarse, vestirse con ropa muy femenina, y salir a caminar por la Port Richmond. “Los hombres murmuraban, se burlaban, me chiflaban…”, pero ella había decidido que esa avenida, la más latina del barrio, era la que tenía que caminar. Hace veinte años que vive en Staten Island. Ahora decidió mudarse.
Siempre disfruto el trayecto en ferry, para volver a casa. El barco parece una ballena lenta que avanza hacia la ciudad, pesada de tanto brillo. Unos irán a trabajar, otros volvemos. Muchos son turistas y yo también, un poco. Hay algo incomprensible en la ciudad vista de lejos. Esa que veo desde el agua, parecida a todas las postales, no es la misma por la que yo me muevo. Anoche, como siempre, me senté en la cubierta del último piso, al aire libre, con una cerveza. Vi un pájaro que avanzaba más rápido que nosotros. Vi cómo una nena hizo una sonrisa para la foto que le estaba sacando su padre. La cámara bajó y ella, ya sin expresión, como si la apagaran, se dio vuelta y se quedó ajena, con la vista fija en el agua. Pensé ¿así será mi hija en un tiempo, se parecerá a esta chica?
Pero Francisca recién tiene tres años y todavía puedo creer que conozco su mundo.
A las 7, sí suena el despertador. Yo vuelvo a cerrar los ojos y ahora ya son son las 7,10. Mamá, leeme. Busco algún libro en la mesa de luz. “How Do Dinosaurs Say Good Night?”. En voz alta, leo: ¿Cómo dicen los dinosaurios buenas noches? Hace meses que no sé lo que significan “sulk” ni “pout”. Traduzco lo que sé, me despreocupo de la rima, invento, no busco en el diccionario las palabras que no conozco. El cuento es diferente en cada lectura, aunque trato de que las versiones se parezcan al menos un poco porque me acuerdo de mi mamá orgullosa cuando, ya casi dormida, cambiaba una parte y nosotros reclamábamos la versión original. ¿La enorgullecía nuestra atención, nuestra memoria, sentir que aún sin saber leer ya nos habíamos apropiado de algo escrito? Yo me esfuerzo, pero sin demasiado empeño porque sé que igual no hay caso: para mi hija la versión original está perdida. Por supuesto Diego y Neshi le traducen los libros de otra forma, inventan otras cosas, y Fran disfruta de lo que le escucha a cada cual. Ella, tan propensa a reclamar, en esto no reclama. Puede preguntar cómo se dice “tortuga” en inglés y cantar “Manuelita”, sumándole a “turtle” muchas palabras inventadas que cree que son el idioma que se habla fuera de casa. Todavía libre de algunas abstracciones -la idea de originalidad, de corrección-, para ella es suficiente con desearlo para que algo pueda traducirse.
7,20 de la mañana y por fin los pequeños dinosaurios dicen buenas noches. Ahora, Fran y Diego juegan en el living, y yo me baño, escaneo, imprimo, preparo el desayuno, elijo mi ropa, la suya, me peino, la peino.
A las 8,22, nos subimos los tres al auto. A las 8,30 nosotras dos bajamos una cuadra antes de la escuela porque es divertido hacer la última parte del trayecto corriendo. Ya no me preocupo porque la hija del señor que usa el turbante –ahora sé que se llama dastaar- del mismo color que los ojos grite como si fueran a abandonarla entre los monstruos. Ya sé que grita igual a la hora en que tiene que volver a su casa. El hombre también parece acostumbrado y hoy me sonríe.
“Eat. Sleep. Sit down”. Miss Indrani, la maestra, hizo una lista de palabras que quiere que yo traduzca para entenderse mejor con mi hija. ¿Le servirá que ponga infinitivos o querrá imperativos que le permitan “controlar a los niños”? Más de veinte idiomas se hablan en la India, no sé cuál es el de Miss Indrani y, por supuesto, tampoco sé cómo se conjugan en ese idioma los verbos. Es probable que la hojita que me da para completar se pierda por muchos días en mi desorden de papeles.
Son las 9,20 y, en cuatro minutos, llega el 119. Después de muchos días nublados, por fin un cielo azul. Ya sentada, busco en el bolsillo una birome, pero lo que encuentran los dedos en la oscuridad es un tornillo que junté hace días del piso de casa. No sé por qué lo guardé en el bolsillo. Ahora, cada vez que meto la mano, lo toco y confirmo que es puntiagudo. Peligroso, pienso, porque últimamente -para mal o para bien- aprendí a evaluar así todas las cosas. La birome está en el otro bolsillo. Releo los poemas que llevo para el taller. Uno de Parra, otro de Vilariño, el del espejo. Vamos a escribir autorretratos.
A las 10,50 me encuentro, en el estudio de mi amiga Sol, con las integrantes de Apple Eco Cleaning, una cooperativa. Son cinco mujeres y Alex, el hijo de una de ellas. Trabajan con Sol en una serie de fotografías y conmigo escriben. Hablamos de los nombres de los pueblos en los que nacieron. Zacatelco se llama el pueblo de María. Es el tronco del elote cuando está seco. ¿Qué es “elote”?, pregunta alguien, otra contesta maíz y yo, choclo. Hablamos de las palabas “paisa” y “paisano”. ¿Quién es tu paisano? Erika lee vaccum y otra dice: poné aspiradora. No, quiero poner vaccum. ¿Pero cómo lo escribo?. En este taller, más que en otros, es habitual que lloremos. Sin darle tanta importancia: se escribe, se lee, se llora, se piensa cómo va a seguir el día. Algo tan antiguo como escribir es para ellas un descubrimiento.
Es la 1. Tengo que pasar a buscar un papel por un lugar en el que estuve trabajando el mes pasado. En la puerta hay una flecha hacia adentro y un cartel con marcador que dice en inglés: “el que no cambia repite sus experiencias”. Qué tristeza estos carteles admonitorios. Y qué feos también los pizarrones con flores y mariposas hablando del amor, prometiéndote éxito. Parece que los hacen en todos los países y en todos los idiomas. Los veía en mi escuela, los veía en el sector de educación de la cárcel de Ezeiza, los veo acá. Aunque tal vez allá la promesa de éxito les daba más pudor.
A las 2 de la tarde, llego otra vez a Port Authority para tomar el 119 de vuelta a casa. Tengo mucho hambre, me compro un sándwich feo y, mientras espero, lo como. En el colectivo, sentado en la hilera de asientos enfrentada a la mía, hay un hombre gigante. Verdaderamente gigante. No quiero que se sienta observado y me conformo con mirar fijamente el tamaño de una bota. Pero él, además de gigante, es expansivo, señala mis fotocopias y dice algo así cómo: you can read a whole book in the bus... No entiendo bien y tampoco sé qué podría contestar. Desde que vivo acá hago mucho lo que hacemos los que no sabemos qué decir: me callo y sonrío. A whole book, no. Desde hace tiempo leo de a saltos, fragmentos, varios cuentos, algunos poemas; después, algo me distrae o me requiere, paso a otra cosa y, solo a veces, vuelvo. El gigante se baja. Una mujer al lado mío sostiene sus propias fotocopias con unas manos de uñas despintadas: “How to start a nail business”. Pero, señora, ¿no ve que ya hay al menos dos negocios de uñas por cuadra?
A las 2,45, llego a casa. Diego trabaja en la compu, con los auriculares puestos. Está apurado y apenas puede saludarme. Veo el bolso de Neshi que llegó hace un ratito y se fue a buscar a Fran. Hay café caliente, me sirvo. En el pizarrón que pegué en la puerta de la heladera, Neshi escribió con tiza: “cuniri ro´o”, te quiero; “kasiyuro”, guardá silencio; “ko´o ntute”, tomá agua. Son frases en mixteco que ella le enseñó a sus hijas y que ahora le enseña también a Fran, a nosotros. Me manda un mensaje para avisarme que antes de volver a casa van a quedarse un rato en los juegos del parque.
Hablo con mi mamá. Me dice que en Madryn, hoy, volvió el frío. Yo le digo acá ya hace todos los días bastante frío, pero para la nieve falta. Me siento en la computadora y empiezo a pasar los textos de la gente del taller, que fotografié con el teléfono. Nunca me llevo los originales, desde una vez que me olvidé, en la combi que va de Ezeiza a Liniers, todos los poemas de una señora. Tipeo, corrijo ortografía y hago anotaciones para conversar cuando nos encontremos.
Buscando alguna otra cosa en el teléfono, leo: “Por todos lados notas viejas sobre la salud de mi papá. Mails. Nombres de remedios, miligramos. Podría borrar todo como los apuntes para un texto terminado o para uno que ya sé que nunca voy a escribir. Ya no hay nada que hacer con eso”. Casi siempre lo que me entristece es lo más sencillo: este año él no está para comentar el cambio de estación, para alegrarse de que allá llega el verano y eso es bueno para un viejo. También encuentro notas sobre sus sueños, porque -aunque nunca en la vida lo había hecho- en los últimos meses, cada tanto me contaba alguno. No lo hago, pero me gustaría escribir sobre esos sueños.
El resto de la tarde lo pasamos con María e Iris. Francisca está contenta de ir dos veces al parque el mismo día. Las dos adultas charlamos mientras corremos atrás de las dos nenas. Vamos por caminitos llenos de ramas en los que hay que andar medio agachadas; pasamos por arriba los cercos que ellas cruzaron por abajo, pisamos loscanteros.Siempre es igual, así nos hicimos amigas.
Recién a las 8, volvemos a casa. Como es un trayecto corto, pero incómodo para el colectivo, lo hacemos en taxi. El conductor nos pregunta de dónde somos. Él es de Bangladesh y sabe algunas palabras en español. A Francisca le cae tan bien que quiere participar de la conversación como una adulta: ¿Cómo fue hoy tu día?, le pregunta. Yo traduzco, él contesta. Señalo la luna enorme, amarilla, a través del parabrisas. El conductor dice algo como chaad; supongo que es luna en bengalí. Intento decirlo: chaad, Francisca repite.
~~~~~~
* Joshua Jennifer Espinoza
Poema (Dejanos vivir) / traducción Claudia Prado
Estoy cansada de la abstracción.
Nadie dice lo que quiere
y la gente se muere de eso.
¿De dónde viene este mundo?
No de ningún lugar.
No de la nada.
Las mujeres trans muertas
a las que mirás apenas
unos segundos en Facebook
mientras decidís si es una historia que vale la pena compartir
todas vinieron de algún lado.
Sus cuerpos no son flores
para que susurres
a gente que nunca vas a conocer.
Hubo palabras que hicieron esto.
Hubo manos
y armas
y dientes
y carne
y pelo
y sangre
y hombres
y mujeres
y leyes
y políticas
y policía
y testigos
que hicieron esto.
¿Cuánto tiempo puedo engañarte
para que pienses que lo que estoy haciendo
es poesía
y no implorándote
que nos dejes vivir?
Poem (Let Us Live)
I’m tired of abstraction.
No one says what they mean
and people die from it.
Where did this world come from?
Not nowhere.
Not nothing.
The dead trans women
you glance over
for a few seconds on facebook
while deciding if the story is worth sharing
all came from somewhere.
Their bodies are not flowers
for you to whisper
to people you’ll never know.
There were words that did this.
There were hands
and guns
and teeth
and flesh
and hair
and blood
and men
and women
and laws
and policies
and police
and witnesses
that did this.
How long can I keep tricking you
into thinking what I’m doing
is poetry
and not me begging you
to let us live?
Joshua Jennifer Espinoza es una poeta trans que vive en California. Su trabajo se ha incluido en diversos sitios y revistas: Denver Quarterly, American Poetry Review, Lambda Literary y Pen America, entre otros. Ha publicado dos libros de poesía: i’m alive / it hurts / i love it (boost house, 2014) y There Should Be Flowers (Civil Coping Mechanisms, 2016). Su plaqueta Outside of the Body There Is Something like Hope se va a publicar en Big Lucks en 2018.
Los talleres que se mencionan en el texto son: taller para L’unicors, primer grupo LGBTQ Latinx de Staten Island, Nueva York, realizado en la organización La colmena entre mayo y octubre de 2018, y taller para Apple Eco Cleaning, una cooperativa integrada por inmigrantes latinoamericanas, realizado en Queens, Nueva York, entre agosto y noviembre de 2018. Ambos talleres forman parte del proyecto que la artista Sol Aramendi realiza en colaboración con estos grupos y recibieron el apoyo de Poets & Writers.
Quiero Vivir – I want to Live from Project Luz -Workers’ Studio on Vimeo.
Claudia Prado nació en 1972 en Puerto Madryn, Argentina. Vive actualmente en Jersey City, Estados Unidos. Publicó El interior de la ballena (Editorial Nusud, 2000), Aprendemos de los padres, un libro de collages y poemas junto al artista plástico Víctor Florido (Rijksakademie van Beeldende Kunsten, 2002) y Viajar de noche (Editorial Limón, 2007). Codirigió los documentales Oro nestas piedras, sobre el poeta Jorge Leónidas Escudero y El jardín secreto, sobre la poeta Diana Bellessi. Algunas de las antologías en las que se publicaron sus poemas son: Antología de poesía de la Patagonia (CEDMA, 2006), Poetas argentinas (1961-1980) (Ediciones del Dock, 2007), Desorbitados: poetas novísimos del sur de la Argentina (Fondo Nacional de las Artes, 2009), Penúltimos, 33 poetas de Argentina (UNAM, 2014). En 1999, recibió el 3er Premio en el género poesía del Fondo Nacional de las Artes. En 2011, una Beca para la Creación del Fondo Nacional de las Artes. En 2015, una beca del Queens Council on the Arts. Desde el 2003, coordina talleres de escritura para adultos y adolescentes.