De vuelta a Trujillo para viajar al pasado. La ciudad de barro y el dios cruel de la montaña plateada. Fin del viaje.
por Diego Vdovichenko
Trujillo: Una semana vagueando como quien no quiere la cosa
Dormía todos los días hasta tarde, desayunaba y seguía tirado hasta las 2 ó 3. Un día a una huaca, un día a una playa, un día a una ruina, un día a otra huaca y así pasaba el rato. Por la noche caminaba, andaba por ahí, graffiteaba, tomaba alguna birra.
Un dato insoslayable es que a los días de llegar a Trujillo el que pasó por ahí fue nada más ni nada menos que el Papa Bergoglio. Así que la ciudad estaba bastante tuneada durante mi estadía. Nunca ví tantas veces la cara del Papa como esa semana en Trujillo. Como estaba parando cerca de la Plaza de Armas iba bastante a sentarme un rato ahí para ver qué pasaba. Llegaban caravanas de distintos pueblos que venían para asistir a la misa que se iba a dar en Huanchaco.
En la plaza fue que conocí a Athenas, una chica venezolana con la que nos hicimos amigotes y anduvimos dando vuelta por la ciudad. Antes de conocerla había ido a las ruinas de la ciudad de los Chan Chan, que queda saliendo de Trujillo. Allí se encuentran los restos de la cultura chimú. Es muy loco ver los muros de arena, los frisos también de arena que decoran las paredes. Templos, cuartos, recortes de una ciudad habitada en otra era.
Si bien me maravilló bastante poder ver todo ese mundo, ir a los museos, también me pasó que mucho de lo que vi me pareció inventado. No sé por qué pero pensaba que todo estaba armado para que haya turismo. Sea como sea, recorrer las ruinas chan chan fue una experiencia que me flayó.
En este lugar sagrado
busco encontrar algo
que la civilización anterior dejó.
La ciudadela de los Chan chan
parece tan de mentira,
restos de piedra y barro informan
algo que los Incas destruyeron.
Ven amigo, toca la roca,
deja que el sol dore la piel.
Un cóndor que sobrevuela.
En las afueras quedan los restos
de una flor que creció.
Después de conocer las chan chan fui a conocer la huaca del sol y la huaca de la luna. Las huacas son templos, ciudades organizadas como pirámides en donde se hacen sacrificios pero también se vive, se cosecha, se enseña, se entrena, etc. Estas huacas fueron descubiertas hace muy poco tiempo, por los años 90. A la del sol todavía no te dejaban pasar porque está en proceso de descubrimiento, en cambio la huaca de la luna la podías recorrer bastante, eso sí, no por tu cuenta sino con un tour que no es para nada caro.
Llegué en minibus, el vehículo más económico del Perú. Ahí estuve mirando la montaña plateada frente a la huaca. Por lo que recuerdo esa montaña era su dios, a ella iban los sacrificios y los pedidos de prosperidad, abundancia, salud y todo lo que se le pide a una deidad.
“Estamos parados en la 6ta ciudad, o sea que abajo nuestro hay 500 años de civilización. Solo podemos bajar dos pisos, porque el resto tiene peligro de derrumbe”
La huaca es hermosa, pueden verse paredes de adobe talladas y pintadas con los colores que proponía la naturaleza. Muros en donde hay dibujada una cosmogonía y lo que más me impresionó: dicen que hubo una epidemia que mató a casi el 70 % de la población. Fue ahí que la tribu decide darle la espalda al dios y mandarlo a cagar. Como si le hubiesen dicho “nos cagaste, tantos sacrificios para vos y nos mata una enfermedad de mierda. Tomatelá, nosotros nos vamos” Así fue que se mudaron cerca de los chan chan y después, si no recuerdo mal, a los chimú los dominaron.
En la huaca de la luna me enteré
que el altar frente a mí
era usado para sacrificio del dios de la montaña.
Allí, todos los hombres guerreros
luchaban entre sí
no para matarse sino para dominarse.
Una vez que se le quitaba
esa especie de sombrero que lleva el rival
se lo ataba de pies y manos, soga al cuello
se lo encerraba en unas celdas
para después cortarle la cabeza en este lugar que piso.
La sangre era para la montaña.
Claro que seguro había complots, manejes,
los moche no eran giles.
Dicen que hubo un año
en donde la epidemia fue tan grande
que mató a casi toda la población.
Esa vez, el resto se decidió:
Abandonaron el lugar, la creencia,
al dios de la montaña blanca.
Hay paredes que conservan
distintos rostros de este dios
que se llama Ai Apaec
donde se lo ve sonriente,
enojado y contemplativo.
Es que la sangre de los perdedores
es suficiente para que cualquier dios se ofenda.
Deberían haber ofrecido
la sangre de quienes vencían.
Sobre los colores de estos muros
dejo mi mano apoyada
en señal de recuerdo.
La montaña sigue ahí,
los moches y nosotros
ya no.
Final: El César Vallejo, el guiso y la Plaza de armas.
Con la gente del hostel había buena onda, encima Athenas comenzó a trabajar ahí el último tiempo que me quedé. Así que a la mañana aprovechaba para escribir, dibujar, tomar mate tranquilo, en silencio. Además el clima era lindo, el patio del hostel también y yo no sé si necesitaba o quería estar quieto un poco. Despues salíamos con Athenas a algún lugar. Fuimos primero a una playa que en la que no había nadie, estaba muy buena lo que sí, el clima cambió de repente y no daba para meterse por el frío. La otra playa a la que fuimos fue a Huanchaco, un lugar súper hermoso, lleno de buena onda. Ahí el paisaje era otro: palmeras, playa, cumbia, barcitos, tragos, olas, surfers…
A Elías, que tambien era venezolano y trabajaba en el hostel, lo invitamos a comer guiso que hicimos con unos argentinos que pasaban por ahí. En sus 60 años fue la primera vez que lo probaba. Volvió encantado, dijo que era muy rico.
Otra cosa que también hice y me encantó fué buscar el club de fútbol llamado César Vallejo que tiene la hinchada conocida como “los poetas”. Quería ir a la sede y conseguirme alguna pilcha del club. Estuvo genial porque intercambie una visera de Racing por la camiseta y un corto del Vallejo. Tambien me regalaron una chomba que dice “Socio Poeta” porque no podían creer que llegaba de tan lejos con el fin de conocer la casa de César Vallejo.
Por último la plaza, que era hermosa y que si bien fue remodelada en su totalidad por la llegada del Sumo Pontifice, dicen que siempre fue hermosa.
Por tres soles te comes
anticuchos calentitos
por cuatro un salchipapas
con dos una linda foto
cinco para hamburguesas
siete para hacer burbujas
uno por un marciano
seis para una chela
ocho algún coctel
si lo consigues barato
con nueve ya sabes qué
diez para seguir cantando.
Este país nos cobija
las fronteras una mierda
el gentilicio que inventa
caracteres de uno mismo
me importa solo comer
compartir el alimento
no haya nadie sin aliento
ni frío de por ahí.
Así se enseña a vivir
colgado del pensamiento.
También salía a caminar y me metía en algunos barrios, lugares donde me recomendaban, sobretodo por mi cara de gringo (soy descendiente de ucranianos) que me vaya, que era peligroso que con esa cara ande por ahí.
Viajar es de lo más lindo que existe. Una manera que encuentro de darle motor a la maquinita de la escritura. Andar se anda escribiendo y se escribe para andar.
De Trujillo a Lima y de Lima para acá. En el medio de todo. Quiero dedicarle todas estas líneas a todas las personas que me crucé en el Perú, que me invitaron siempre a pasarla bien, me llenaron de cariño y me enseñaron una banda de cosas. Ésta es mi manera de agradecerles.
Al final, lo último que dice el cuaderno:
Yo escribo con la panza.
Diego Vdovichenko nació en Rosario del Tala, Argentina, en 1985, pero creció en Bahía Blanca. Vive en La Plata donde da clases de prácticas del lenguaje en escuelas públicas. Publicó La fresca junto a Victor Gonnet y Gastón Andrés (Editorial pujante, 2010), Hasta acá (La Propia Cartonera, 2012) , Creo en la poesía (Iván Rosado, 2015), Las Piedras (Gog y Magog, 2015), Volver a la escuela (Club Hem, 2015), La canción que más nos gusta (Neutrinos, 2015), Esos pájaros (Editorial Alas, 2017) y Cuaderno verde con ilustraciones de Julia Cisneros (edición casera, 2018).