El entrevero como coreografía de la intensidad en las representaciones del malón. Indios, cautivas, raptos y rescates en la pampa, en el lienzo, y en el debate político y cultural.
por Julio Fuks
El cosmos ha vuelto al caos para que todo pueda comenzar de nuevo.
Jan Kott
¿Y esto era un malón?, ¿Un hecho pictórico?
Cesar Aira
El lugar de la representación
En la historia del mundo las representaciones visuales adoptaron distintas formas y estructuras según las necesidades y pensamientos de cada lugar y cultura. Esas maneras de presentar visualidades posibles condicionan el modo de ver y de situarse en cada época así como también tienen la potestad de formular juicios y jerarquizar temas o figuras de un modo no tan evidente.
Pensemos tan solo en la cultura occidental de Europa central, la que se infiltra hasta nosotros por la vía de la conquista, y en la que se produce la primera modernidad. En el pasaje de los siglos XIV a XV se formula el llamado “renacimiento” en el cual, por medio de malabares filosóficos que articulan lo religioso con lo laico, se sitúa al hombre y su mirada en el centro de la escena, mientras que en el Medioevo que le precede el punto de vista estaba compartimentado entre lo narrativo religioso y un quehacer colectivo relativamente indiferenciado.
La imagen que mejor ilustra la idea renacentista es quizá la conocida del hombre Vitruviano de Leonardo (1490). Una figura humana en la cual y desde su ombligo se puede componer geométricamente un círculo y un cuadrado, es decir, dos figuras perfectas en sus proporciones que simbolizan el cosmos y la tierra respectivamente.
Digamos entonces que el punto de vista que propone la perspectiva central albertiana de esos días se sitúa a la altura (o el ombligo) de la mirada de un humano promedio.
Se sitúa en ese cono que va desde el ojo hacia el mundo como una proyección invertida. Anteriormente, una representación medieval estaba más cercana a una “vista de pájaro” múltiple o si se quiere, un punto de vista de un Dios flotando entre las nubes.
Una diferencia entonces, entre la representación medieval y la renacentista, estaría dada en principio por el punto de vista o mejor dicho por la altura del mismo y lo que ello supone. Por otra parte en el nuevo sistema de representación que proponen los teóricos de la perspectiva se inscriben una serie de abstracciones del orden geométrico matemático propias del pensamiento moderno. La idea de infinito que supone un punto en una “línea de horizonte” es una de ellas entre otras.
A esta primera aproximación a la superficie de las imágenes que tiene que ver con procedimientos y normativas para el ordenamiento de la representación del espacio hay que sumar otra abstracción como es el concepto de tiempo que se despliega en la imagen.
Recordemos que en esos días renacentistas se ensayan también distintas formas de concebir el tiempo. Se pasa de una concepción temporal que se despliega en una misma superficie pictórica en un antes, un durante y un después a una idea de tiempo condensado que supone el desarrollo de pasado y lo probable del futuro, pues la captura congela el instante que carga con la información necesaria para reponer o suponer el tránsito de un estado a otro. Una idea que luego en buena parte del siglo XX participará en maneras de concebir el medio fotográfico (la idea del corte de un solo golpe o el momento decisivo de H.C. Bresson) y que antiguamente ya habían ensayado en la estatuaria la cultura griega clásica unos mil años antes de Rafael.
Este pequeño pasaje introductorio tan sólo desea dar cuenta de que en el mundo de las representaciones de occidente moderno están presentes e inscriptas la cuestión espacial y temporal, y que esa concepción no es ingenua desde el vamos sino, por el contrario, responde a una serie de presupuestos previos con fundamentos filosóficos (Marsilio Ficino dixit) que sientan sus bases en una forma de estar y ser en el mundo.
Las ideas de infinito, mensurabilidad y punto de vista único participan desde esa primera modernidad hasta las cámaras fotográficas del presente sin mayores cambios o cuestionamientos. Quizá fue en esa liberación de lo mimético que produjo la invención de la fotografía como imagen técnica la que permitió a la pintura de la modernidad del siglo XIX explorar el sistema de representación en sí hasta llegar a los límites de un cuadrado blanco sobre fondo blanco como apuesta vanguardista.
La llanura como desierto, el lugar de la representación del malón
Vuelvo sobre mis pasos para avanzar en las múltiples aristas que surgen de las representaciones. Tomaré como referencia un par de pinturas del siglo XIX realizadas en Argentina para dar cuenta de cómo se despliegan las imágenes en consonancia con las propuestas sociales y políticas y cómo, en algún instante, se desmarca por la propia lógica natural que impera en la obra de arte (el producto antisocial de una sociedad).
Son pinturas cuya temática son los malones indios en la llanura pampeana; una de Johann Moritz Rugendas la otra de Ángel Della Valle.
Para ayudarme en la lectura tendré presente uno de los conceptos que Aby Warburg desarrolló con el nombre de “fórmula del pathos” (Pathosformel). El modelo de sensaciones que retorna entre la belleza y el horror y que es a la vez un señalamiento de un síntoma o malestar. Un planteo del orden de: algo no está bien entre lo que muestra la imagen y lo que no puede ser mostrado o dicho, pero que desgarra el cuerpo que lo contiene o lo sume en múltiples contorsiones como los dibujos que retratan los distintos estadios de las histéricas que estudiaba Charcot en Salpetriére.
“El retorno de las Pathosformel, más bien que a completar una ausencia o a “llenar un vacío” –como se dice- viene a producir la ausencia y el vacío allí donde la imagen parecía plena, completa” señala Eduardo Grüner en su libro sobre iconografías malditas. Esa ausencia funciona como laguna que nos abisma y nos permitiría acceder a una lectura del orden del saber crítico en una dinámica de “sopa de anguilas”, en donde saberes y conceptos, sin principio ni fin, en continuo movimiento de unos sobre otros se revelan en un auténtico entrevero.
En la pintura de Rugendas “El rapto. Rescate de una cautiva” de 1848, se puede ver la tensión de la circunstancia que se desea representar (el rapto de una mujer blanca por parte de un malón indio y el intento de rescate de la misma). La dinámica de las direcciones y lo continuo de la composición de movimiento tiene cierta afinidad con la metáfora de una sopa de anguilas, pues cada figura participa de esa coreografía de intensidades en donde los cuerpos se entreveran entre sí al punto de fundirse con los caballos y el paisaje. No se diluye en ningún momento el punto de mayor tensión que el pintor nos señala en el juego de miradas entre personajes, en el centro de la escena, sino por el contrario las figuras circundantes forman un remolino perpetuo en torno a ese centro iluminado. Como espectador es prácticamente imposible salirse (caerse) del cuadro. Cada detalle forma parte de un rompecabezas mayor en el cual el tiempo se expande al igual que la polvareda.
Sumo a esta lectura de la pintura la novela de César Aira “Un episodio en la vida de un pintor viajero” que trata sobre Rugendas, la pintura de malones y un accidente que sufre en su primer viaje a Argentina en 1837. En la ficción que despliega la novela se pregunta muchas veces por la mecánica de la historia del arte, de las representaciones, la repetición y la extrañeza. Tengamos presente que buena parte del imaginario respecto a la naturaleza y sus representaciones son construcciones legadas por los conquistadores. Digamos que desde esos tiempos la idea de inmensidad, de inabarcable, cubre con un manto de enigma y desolación desde el Rio Grande hasta la Tierra del Fuego. En la historia de las representaciones de lo americano ese lugar común aún persiste. Rugendas no fue ajeno a ello, su relación con Humboldt y el arte fisionómico de la naturaleza participa en buena parte de su producción pictórica. Pero cuando aparece el tema de los malones en su pintura se despliega por una parte esa tradición familiar ancestral que él tan bien conocía: la pintura -de género- de batallas. Por otra parte se manifiesta lo que el narrador de la novela de Aira sugiere: que esos bocetos al óleo que el pintor hacía eran “pintura en acción”, es decir que la propuesta pictórica de Rugendas (su impronta) se adelantaba en la historia del arte unas cuantas décadas para explorar técnicas que los impresionistas del último tercio del s.XIX tomarían como posibilidad expresiva válida.
Podría agregar que si tomamos el accidente que sufre el pintor viajero en una tormenta eléctrica (que en ese primer viaje sucedió realmente, no como lo describe la novela de Aira sino inmovilizando parte de su cuerpo por el resto de sus días) en un sentido simbólico podemos imaginar que la mirada que despliega sobre la llanura y los malones es una mirada perturbada, conmocionada, que termina corriendo a la larga el velo de las representaciones. El retorno de la Pathosformel se presenta entonces en las contorsiones de las figuras, en el gesto de sus miradas y bocas así como en el fundirse con el paisaje en un todo entreverado y sin forma definitiva. Recordemos que una de las problemáticas que se les presentaba a los pintores viajeros cuando se enfrentaban a la llanura, al vacío de la llanura, era poder completar el conflicto sin que la línea de horizonte les detuviera la acción propuesta en una calma inenarrable.
Tomo nota, y comparto una serie de cuestiones que surgen del tema de los malones, las cautivas blancas y sus representaciones. Por una parte son bien conocidas las propuestas políticas tanto de la llamada Generación del 37, como así también la sucesoria del 80, respecto a la cuestión indígena. El indio debía ser exterminado. Las voces de las novelas y relatos de época en todos los casos son voces huincas. La misma suerte corre para el mundo de las imágenes la mirada es blanca y siempre va a mostrar al indio como salvaje, ladrón o pedigüeño. En el caso de Rugendas si bien había quedado impresionado con la lectura de “La Cautiva” de Esteban Echeverría (una compilación de esas 25 imágenes se puede ver en una edición de Emecé en el año 1966) tiene de distinto e intenso el hecho de que cuando él realiza las pinturas aún existían los malones. Es decir que el conflicto era aún probable y eso alimentaba la tensión en la superficie de la imagen.
Distinta es la pintura de Ángel Della Valle “La vuelta del malón” de 1892, que fue pintada una vez concluido el exterminio que impulsó Roca y los intereses comerciales y territoriales de la práctica de una política nacional. “La pintura (…) no era ya la representación de un conflicto presente en forma real o potencial (…) sino que aparecía como una evocación de la “vida del desierto” en un pasado próximo pero ya superado” comenta Malosetti Costa en su análisis sobre esta obra.
En esta pintura, casi monocroma por la luz fría del amanecer luego de la tormenta, la dinámica de los personajes en relación al espacio está planteada por la fuerte diagonal que ordena las figuras. El tiempo en la representación es uno solo posible. Se propone con la impronta de una instantánea fotográfica. Un tiempo de una sola vez y concentrando linealmente las narrativas posibles. Desaparece si se quiere esa Pathosformel pues los conflictos reales son sólo un lejano recuerdo de la campaña.
Por último, para sumar a este entrevero de ideas y lecturas, señalaremos que la pintura de Della Valle fue parte del envío argentino a la feria de 1892 en Chicago, año en que se conmemoraba 4 siglos de la conquista española, y que en la historia de las representaciones, las voces e imágenes discordantes se invisibilizaron y perdieron, casi tanto, como las vidas de las cautivas aborígenes.
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En la definición etimológica la palabra entrevero viene de “entre” y “varios”. El diccionario de la Rae dice que en Sudamérica refiere a: confusión, desorden.
En este texto se lo plantea como concepto de mezcla, de umbral un tanto violento, que no se funde en un crisol sino que se despliega en un estado fugaz, contingente y con un orden alineado a las intensidades propuestas por las imágenes. Es por ello que asocio el término entrevero a la fórmula del Pathos Warburguiana (esas coreografías de la intensidad) y especialmente a la imagen de la “sopa de anguilas” ya que tal imagen es un entrevero en sí, en donde no se podría distinguir donde comienza o termina la contorsión. Imagen de movimiento perpetuo que imposibilita la fijeza o se resiste a las clasificaciones habituales de lectura que la determinen.
El entrevero en las pinturas (de cautivas) de Rugendas es lo que dinamiza toda la lectura de la escena y potencia las tensiones subyacentes. Si a esas pinturas las entrevero con la literatura, con una lectura de la historia y de las prácticas políticas quizá más que confusión y desorden nos devele una cara de lo verdadero de las obras de arte.
La revitalización de modelos de pensamiento crítico, como la Pathosformel Warburguiana, los pasajes de Walter Benjamin o la pensatividad de Ranciére nos permitirán imaginar variaciones destotalizadoras y emancipadas en torno a las representaciones y las palabras que las nombran.
Libros amigos que acompañan este entrevero:
Aira César: Un episodio en la vida del pintor viajero, Buenos Aires, Literatura Random House, 2015.
Didi-Huberman Georges: La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Madrid, Abada Editores, 2013.
Grüner Eduardo: Iconografías malditas, Imágenes desencantadas. Hacia una política “Warburguiana” en la antropología del arte. Buenos Aires, EUFyL, UBA, 2017.
Malosetti Costa Laura: Los primeros modernos, Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.
Ratto Silvia: Indios y cristianos. Entre la guerra y la paz en las fronteras, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2007.
Silvestri Graciela: El lugar común, Una historia de las figuras de paisaje en el Río de la Plata, Buenos Aires, Edhasa, 2011.
Viñas David: Indios, Ejército y Frontera, Buenos Aires, Santiago Arcos Editor, 2013.
Warburg Aby, Atlas Mnemosyne, Madrid, Akal, 2010.
Julio Fuks nació en Verónica, Prov. de Buenos Aires en 1971. Es profesor de Artes plásticas egresado de la U.N.L.P. Se especializó en Dibujo y en Grabado. Se formó en fotografía en el CEF y en el taller de Juan Travnik. Ha realizado muestras individuales desde el año 2001 tales como genealogía del pliegue, la suerte echada, el blanco más doctrinario, grabados acerca de “El fiord”, apariencia, y a campo traviesa.Participa en exhibiciones colectivas, salones y festivales y obtuvo en 2008 el Premio Estímulo Francisco Ayerza de la Academia Nacional de Bellas Artes y en 2001 el primer premio del XII Salón de Arte Joven.Como curador produjo muestras como experiencia sensible, ahora el pasado y espacio.Escribió distintas ponencias para encuentros de fotografía y textos para libros y catálogos tales como “De la carne a la piedra” en Buenos Aires Photo, “El pulso de la modernidad” en Grandes Maestros de la Fotografía Argentina y “Agua hasta completar un litro” en Fotógrafos Rosarinos. En 2001 publicó el libro de artista grabados acerca de “El fiord” y en 2013 publicó genealogía del pliegue un libro que reúne fotografías y poesía.
Su obra se encuentra en diversas colecciones de Argentina y del exterior tales como la colección Joaquim Paiva en Brasil, la Fundación Perve en Lisboa y la colección Lariviére en Argentina.