De Iquique a Pisagua, un paseo lunar por una frontera móvil, el límite entre la nada y la nada. Ruinas y espectros de un esplendor pasado, luchas y represión.
por Silvia Castro
31 de diciembre de 2017. Son casi las doce cuando despega el avión y se ven los fuegos artificiales desde arriba. El año nuevo iniciará en Santiago de Chile, pero el destino final es mil setecientos kilómetros al norte, en la región de Tarapacá, desierto de Atacama.
Aterrizar en Iquique: desde el Pacífico, a medida que se va perdiendo altura, una gigantesca mole de arena parece estar a punto de tragarse la ciudad. Es el cerro Dragón, no sólo la duna urbana más grande del mundo, sino la acumulación, a lo largo de cuatro kilómetros de costa, de la arena más fina que se pueda encontrar.
Iquique (en aymará Iki Iki) significa lugar de sueños, en referencia al sopor que produce la altitud. También, lugar de reposo: en la costa se recuesta el dragón de arena, los bañistas, y también lobos y aves marinas.
Muchos grupos de gente festejan Año Nuevo en la playa: carpas y domos son, junto con un puñado de palmeras magras, la única protección contra el sol de familiones y sus banquetes de cerdo asado, bolsas llenas de huevos duros, conservadoras y tuppers con ceviche, ensaladas, mote con huesillo, marcianos, pero nada de alcohol. Hay un estricto control de los carabineros, que vacían en la arena las latas de cerveza cuando las logran incautar. Playa Cavancha se extiende hasta una península poblada de torres de departamentos en los que vive la clase alta. Ellos nunca van a la playa.
En el puerto los lobos se suben al muelle, intimidan a los escasos turistas, enfrentan a los perros que se divierten buscándoles la ira. Los perros siempre corren más rápido, pero la mordida de un lobo marino es de temer. Varios animales muestran la carne herida en la disputa. Las sobras arrojadas a baldazos por los pescadores producen duelos de mordida y picotazo entre lo que vuela y nada: gaviotas, pelícanos, lobos…, todo lo que tenga tamaño suficiente para comer y no ser comido.
Allí se puede embarcar y observar desde la bahía la ciudad, el dragón, el desierto. Una mujer me cuenta un par de cosas que guardo en las notas de mi celular. Bajo el agua está lleno de medusas muy grandes que nadan junto al barco, en la superficie vuelan y pescan unos cuantos pelícanos, gaviotas y otras aves desconocidas para mí. Cuando no escribo, saco fotos, la sensación de no dar abasto es permanente.
Iquique es mucho más que mi puñado de notas. Su geografía, su clima, sus seres animados e inanimados, su gente, su historia, abarcan tantas dimensiones que la crónica se queda corta.
Un poco más lejos, cargueros gigantes llenos de containers, se acercan al Zofri (Zona Franca de Iquique), un recinto amurallado de cientos de hectáreas. En él operan casi dos mil empresas con mercancías que pueden ser depositadas, transformadas, o comercializadas sin restricción ni regulación. Mientras miro las dunas desde un taxi, el chofer me cuenta que en Iquique viven muchos árabes multimillonarios que hacen negocios allí.
Las calles cercanas al mar tienen carteles que alertan el peligro de tsunamis. Sólo ascendiendo a las zonas más altas las señales van espaciándose hasta desaparecer. Más o menos a esa altura, se encuentra la escuela de Santa María, un hito en la historia de las huelgas del salitre, sede de la matanza de obreros del 21 de diciembre de 1907 recordada en la Cantata de Santa María de Iquique. Demolida luego del terremoto de Tarapacá, sólo queda una placa recordatoria en el sitio.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, Iquique vivió su primer auge económico por la expansión de la producción salitrera. Las familias más ricas construyeron en ese tiempo sus mansiones de estilo americano con pino Oregon, material con el que se hacía contrapeso en los barcos que llevaban el salitre, para que no volvieran vacíos de EEUU. El aspecto de estas casas es similar al de los pueblos de los westerns. En la calle Baquedano se concentra la mayoría de las que han sobrevivido al azote del tiempo, el desierto y los terremotos.
A Pisagua se va por una ruta que remonta el cerro y pasa por Alto Hospicio, una desolada estación del tren salitrero habitada por parceleros aymaras, que explotó demográficamente al declarar zona franca a la región, pasando de ser un pequeño grupo de casas a una intimidante, compleja y populosa ciudad.
Cincuenta kilómetros más adelante aparece Humberstone, oficina salitrera fantasma, un pueblo deshabitado, intacto gracias al poder de conservación del desierto y el olvido. Nadie ha vivido o trabajado ahí durante medio siglo, a causa de la caída del precio internacional del mineral, pero todavía están intactas la plaza central, la tienda de provisiones la compañía, restos de un hotel con piscina, los sitios de esparcimiento de los mineros, y máquinas pesadas de fabricación británica desparramadas por todo el lugar. Pocos se aventuran a las caminatas nocturnas que se ofrecen a los turistas cada luna llena, por los relatos de aparecidos que circulan por la región.
La ruta continúa hasta Arica, en el límite con Perú, pero el desvío a Pisagua es doscientos kilómetros antes. Se llega por un camino difícil, con constante peligro de desmoronamientos y paisajes lunares. Cuando comienza a verse el Pacífico, se desciende por curvas y contracurvas hasta donde está el poblado.
Al llegar lo primero que veo es una fiesta. En una casa hay gente reunida celebrando, globos inflados y colgados de los techos, guirnaldas decorando las paredes, muchas cabecitas de niños y niñas en una pelopincho, y una adolescente saltando en una cama elástica. Saco fotos desde la ventanilla del auto, sin detener la marcha, para no invadir la algarabía. Esquivo camionetas estacionadas delante de la escena que estropean bastante la toma.
Pisagua es una caleta de agua turquesa y precipicios. Desde lo alto se aprecian los restos de la estación de ferrocarriles que recibía pasajeros y carga desde y hacia las oficinas salitreras. También un hospital, un teatro, casas de estilo neoclásico entre el mar y el desierto, y algunos cañones que custodiaron en otro tiempo la población, antes peruana y luego chilena. Más adelante, se despliegan las tumbas de madera torneada a lo largo de todo el resto de la playa. Desde lejos parecen alguna clase de tipografía oriental sobre la arena, desde cerca, cunitas.
Hay testimonios sobre esqueletos encadenados que están en el fondo de la bahía, pero aún no se tuvo noticia de su paradero. Rodeado por cerros de centenares de metros de altura, pendientes lisas, y más de centenares de kilómetros de desierto, este sitio es una cárcel natural.
La Torre Reloj de Pisagua fue construida en 1887, en honor a los muertos de la Guerra del Pacífico. Los restos de los fallecidos fueron colocados en la base en un osario. Son el primer estrato. Luego se sumarían dos más, a lo largo del siglo XX. Colonia penal desde 1910, fue lugar de concentración de militantes perseguidos por la Ley de Defensa de la Democracia o Ley Maldita. La cárcel de Pisagua y barracas cercanas, ahora sin techo, fueron escenario de la furia represiva de la dictadura militar de Pinochet.
La mayor parte de los prisioneros ocupaban las dependencias de la cárcel: en una veintena de celdas, la mitad de ellas de 2×4 metros, llegaron a albergar a quinientos hombres. A las mujeres las encerraban en una casa vecina al teatro. Sobrevivientes narran que el hacinamiento era tal que por momentos sus pies no podían tocar el suelo. En la oscuridad total permanecían de pie horas y horas esperando las brevísimas pausas diarias establecidas para ir al baño y comer.
Actualmente sólo quedan en las barracas algunos grafitis, una lengua de mar que entra y sale, y bandadas de cóndores que secan sus alas al sol. Uno de ellos se me queda mirando un rato largo, y dudo si apuntar mi cámara hacia él o no. Él también duda, hasta que por fin se despliega, confiado, mientras le saco algunas fotos.
Nunca llueve en Pisagua. Antiguamente el agua potable se llevaba en barco desde Arica. El tamarugo es el único vegetal que resiste el clima extremo y vive, como los pobladores actuales, de las reservas de agua subterráneas.
Recientemente fue elegida como la posibilidad de que Bolivia tuviera por fin su salida al mar, proyecto que no prosperó.
Toda esa región es una frontera móvil, un límite entre la nada y la nada. El silencio es lo que más abunda, como sucede en todos los países en los que aún queda mucho por decir. Mi libro es producto de la experiencia de ir a ese lugar y respirar ese silencio.
Silvia Castro nació en Fiske Menuco (General Roca) Argentina en 1968. Vive en Buenos Aires desde 1993. Poeta, fotógrafa. Libros de fotografía Anagramas, Sphera, Pehuén, Abra, Sin párpados, La soga de la ropa, Caja china, Dulce Aldea/Copahue (2005-2008), Trenes (con Alberto Muñoz), El olor de las hormigas (con Yamil Dora) y Gamo (con Leandro Llull). Libros de poesía: La Selva Fría (En Danza, 2006), Tura / Poesía Rubik (El Suri, 2012), Isondú (El Suri, 2014), Puelches, (UNRN, 2018) y Pisagua (La Gran Nilson, 2019). Gestiona la Biblioteca Jardín de Gente del barrio de Abasto en Buenos Aires. Integró la organización del Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro, en el Centro Cultural de la Cooperación (2010-2016). Colabora con las revistas Op. Cit, Aérea, Liso Santa Fe y otras publicaciones de poesía y fotografía.