Idas y vueltas por la Amazonia peruana en torno a Iquitos, la ruidosa. Cargueros y delfines rosados, siesta en hamaca, La Casa de Fierro, lo que llamamos selva. Y un catálogo de monos.
por Cristian De Nápoli
Entre junio y agosto, cuando las aguas bajan, la ciudad de Iquitos se convierte en Súper Iquitos. Parte del terreno sobre el que corre el río de repente gana calles, pasajes y hasta campitos de fútbol entre las casas de abajo, las orilleras, montadas sobre palafitos. La ciudad tiene su hispánico barranco amurallado, su malecón, que contiene los desbordes del río en enero. Pero en esta época del año el malecón no divide nada, y por su baranda de cemento llegan arrastrándose tranquilos del limo a la ciudad los caracoles silvestres, del tamaño de hámsteres. Iquitos conserva algunas casas viejas y suntuosas, palacetes de la época del caucho, y su edificio más emblemático es un lindo Lego de metal que fabricó el francés Eiffel para la Exposición Universal de 1889 –algunos dicen que es la primera casa prefabricada, comprada de prepo por un cajetilla del caucho, un tal Toots que justo andaba por París, y que la hizo trasladar en un barco de nombre Perseverança. Iquitos no es plácida, es ruidosa, tiene medio millón de habitantes y casi todos parecen tener moto, que con un mínimo de inversión se convierte en mototaxi para chofer y dos pasajeros. Es, se dice, la mayor ciudad del mundo sin conexión terrestre –sólo fluvial o aérea– con otros centros urbanos.
Tomé a Iquitos de base primera –luego nos pasamos a la cercana y pequeña Nauta– para hacer este viaje a la Amazonia peruana con mi hijo menor, de quince años, igual que lo hice hace tres años, también en agosto, que es cuando hay menos mosquitos, con mi otro hijo, que hoy tiene dieciocho. La ciudad está justo en el centro de la Amazonia peruana; se llega a ella en noventa minutos de avión desde Lima o se puede ir en barco (carguero o crucero) ya sea desde el noroeste –dos días lleva el carguero desde Yurimaguas, entrada occidental de la Amazonia, mil kilómetros al norte de Lima–, desde el suroeste –la ciudad de Pucallpa, algo más cerca de la capital pero que demanda cuatro días en barco– o bien desde Brasil –una semana en barco la une a Manaos. Iquitos es la única ciudad en toda el área, y es incluso más grande que el combo Leticia-Tabatinga en la triple frontera con Colombia y Brasil. Estando allá nos enteramos de los incendios en el Mato Grosso brasileño y, en menor medida, en la Chiquitania boliviana: fue una noticia que tratamos de felpudear para que no tiñera de decepción un viaje tanto o más planificado que esos mismos incendios. Pero a la vez resultó obvio que el primer motivo del viaje fue, como hace tres años con mi otro hijo, participar conscientemente de una noción, la selva, que hasta hace algunas décadas pudo cargar en la historia de Occidente significados más o menos ligados a una constelación del exceso –la selva salvaje y confusa del Dante, la exuberante de Rivera, la enloquecedora de Quiroga–, pero que en los últimos tiempos tuvo que hacer cabida a una connotación opuesta a la exuberancia: la selva como el lugar de lo básico, de lo mínimo indispensable –y en riesgo– para que todo esto siga siendo lo que es. Como la hacienda de los situacionistas, la nueva selva tiene que construirse, y está de hecho construyéndose desde cada rincón del mundo donde las personas que pueden consumir hacen un esfuerzo por consumir sesgado, por no dejarse tentar por pavadas, por no reemplazar lo que aún no quedó obsoleto, por no comprar envoltorios, no tener más motores que el de la heladera, no imprimir papeles sin razón, etc. Ningún esfuerzo individual es revolucionario, pero son la base que no puede faltar para salir de este capitalismo que sin duda es un modo, pero un modo dependiente de una cantidad (un plus, una plusvalía, exuberante ella también), no un modo “puro”. La necesidad de defender y renovar la selva también nos pone, desde América Latina, a quienes somos partidarios de gobiernos populares, en encrucijadas que nuestros políticos de mediados del siglo XX no podían prever, y que obligarán a repensar la justicia social, algo que hoy sólo es posible en sintonía con el bienestar ambiental y en fricción con los motores productivistas que matan directa o indirectamente la vida. El caso nuestro es el del peronismo, nuestro peronismo, que incluso hasta los días de 2014 exhibió, como primer indicador de progreso, los datos de alza en la producción de vehículos y en la minería. Pero, bueno, no pensaba escribir sobre esto, que todavía es oscuro y necesita mucha reflexión.
En plan de aventura moderada, hicimos excursiones por el río y la selva en un radio de doscientos kilómetros en torno a Iquitos. El río es, ante todo, el Amazonas, casi en el punto de su nacimiento. Y son también otros ríos: el Marañón y el Ucayali (que al juntarse forman el Amazonas), el Napo y el Nanay. Iquitos, ya dije, es la ciudad, pero aguas abajo o arriba hay una docena de pueblos costeros –Nauta, Indiana, Mazán, Pebas, el San Pablo del leprosario donde trabajó el Che– y hay innumerables comunidades indígenas, cerca o lejos del corredor fluvial. Lo otro que hay, siempre dentro de ese radio, y todos a orillas de algún río, son minicomplejos turísticos, conocidos como lodges: en esos rizomas de cabañas chetas que cotizan alto en dólares pasan una o cinco noches los turistas más aventureros o los más forrados de plata. Instalarse en un lodge o, con más suerte, en una comunidad indígena favorece dos actividades que no son fáciles de realizar cuando uno se aloja en un pueblo o en Iquitos: una es participar de una sesión de ayahuasca, la otras es salir a recorrer la selva de noche, que es cuando asoman los animales. El grueso de los “lodgeros”, se entiende, eligen la primera opción.
El viaje por la Amazonia peruana ofrece además otras experiencias. Una de las más populares y gratificantes es el desplazamiento mismo por el río, no sólo en bote a motor (“peque peque”), cosa que inevitablemente se hace para ir de un punto a otro, sino en los famosos barcos cargueros que van hasta Yurimaguas, Pucallpa o Brasil. Los cargueros se deslizan lento y suave, y aunque son enormes y aparatosos entran en sintonía con la selva: desde sus barandas abiertas, o recostándonos en la hamaca o en el techo, es muy lindo sentir el griterío de los animales mientras miramos las estrellas. El carguero es el lodge del turista pobre, y aunque creo que su importancia como “experiencia” está sobreestimada, es un viaje que recomiendo. En los últimos años, sin embargo, la zona se fue llenando de grandes ferrys rápidos, cerrados, que unen Iquitos con Brasil en unas pocas horas, con paradas en cada pueblo. Estos ferrys tienen capacidad para cien personas aunque sin espacio para transitar ni para dormir en hamaca: sólo butacas, una pegada a la otra, y ves la selva por la ventanilla. No hay forma de justificar que un viajero se suba a uno de esos cruceros, pero lo curioso es que sólo ellos los usan –los lugareños, con más razones para usarlos, ante todo porque son rápidos, prefieren naturalmente el carguero, que es barato aunque tarda el triple de tiempo. Lo peculiar de los cargueros es que no tienen horario de salida: zarpan cuando el piso de abajo, el de la carga, ya no tiene lugar para meter más motos, más bolsas de papas, más cajas de frutas o cajones de cerveza. Eso hace que, en un viaje limitado a ocho o diez días, a veces uno no pueda imponer su voluntad de estar hoy en tal pueblo y mañana en tal otro. La paciencia imperó siempre en la selva clásica y en la que vendrá.
La otra actividad que fuimos a buscar con mis hijos fue el contacto más o menos directo con los animales de la selva, y para eso, desde ya, la experiencia de la inmersión en la selva es gratificante al ojo, nunca al tacto –permite avistar a distancia monos, pájaros, agutíes, con suerte un oso hormiguero, del mismo modo que el viaje por el río, sobre todo en el tramo del nacimiento del Amazonas, puede brindar la dicha de nadar entre delfines grises o rosados, que se mueven en parejas de dos o de cuatro, swingers quizás, y que prefieren esas aguas de juntura de dos ríos. Para el contacto directo, para que un mono se te suba al hombro y te acompañe en la caminata, están los centros de rescate de animales abandonados en la ciudad o recuperados del tráfico fronterizo. Hay dos o tres centros de ese tipo alrededor de Iquitos, el más conocido es “la isla de los monos”. En esos sitios, que normalmente son islas en el río Amazonas, los monos que perdieron el hábito de procurarse alimento se crían en un entorno sin predadores, y a medida que van recuperando las mañas se empiezan a aventurar ellos solos hacia zonas de la isla alejadas del centro de rescate. Los primeros en piantarse son los perezosos, sumamente independientes, luego también los monos-araña, que no se bancan por mucho tiempo las mieles del regodeo con humanos, y que tienden a volverse agresivos. Los sakis, que en Perú se llaman huapos, los capuchinos –bravísimos, sobre todo las hembras, y muy celosas de las hembras humanas– y los titíes, todos ellos también se rajan cuando llega el momento. Los choros, que son como duendecitos, tienden más bien a quedarse cerca de la gente por un plazo astutamente indefinido.
Hay otros centros de biodiversidad que son más bien como zoológicos, y algunos –los mariposarios, los serpentarios– valen la visita. En ellos flota un supuesto ideal instructivo, un “aprendizaje” sobre cómo agarrar una mariposa sin dañarle los pigmentos de las alas o cómo agarrar una anaconda entre dos personas (si es grande) evitando toda chance de que nos asfixie. Supongo que los lugareños, que necesitan esa instrucción, la adquieren lejos; como sea, da gusto ir a esos zoológicos donde las mariposas se mueven con bastante libertad y las serpientes, no cabe duda, están cautivas. Pero también hay muchas cárceles de monos, tortugas, lagartos, delfines, tigrillos (ocelotes), jaguares, halcones, tapires y osos hormigueros disfrazadas de ecoamables: en Iquitos y alrededores son más de diez.
El corredor de pueblos fluviales de la Amazonia peruana, con Iquitos a la cabeza, vive en buena medida del turismo. Y del turismo del hemisferio norte: Perú, en ese sentido, nos ignora. Un viaje por Marruecos nos pone a cada segundo en contacto con locales que se ganan la vida guiándonos o vendiéndonos algo, pero si esos laburantes tienden a ser, según mi experiencia, contemplativos con los españoles y los latinoamericanos –porque nos adivinan con menos euros que un yanqui o un holandés–, hay que decir que en la selva peruana no rige esa notita mental al pie: para los locales todos somos gringos, o españoles que deberían pagar cual gringos. Pero así como la región es fuertemente turística –y con esto cierro–, la Amazonia peruana es muy distinta de la brasileña en el sentido de que su población está mucho más imbricada laboral y culturalmente con el resto del Perú. Es un territorio más chico que el de la selva brasileña, es cierto, pero ante todo es un transvasije histórico y cultural que acerca mucho más a los habitantes de las comunidades indígenas con los pueblerinos y citadinos de las líneas urbanas fluviales. Bolsonaro puede despreciar a los indígenas sin que eso genere una revuelta; cuando Alan García dijo que los de las comunidades indígenas eran habitantes de segunda clase, le llovieron críticas y perdió apoyos políticos en las ciudades del oriente. Y es que forma parte de la cultura peruana ese orgullo de ser de la selva a pesar de todo, en lucha contra todo, sin cable a tierra con el resto del país, subiendo y bajando de un barco que se llama Perseverancia.
Cristian De Nápoli nació en Buenos Aires en 1972. Poeta, traductor y librero. Publicó Límite bailable (Astier, Bs. As., 1999), La navidad de los autos (Casa de la Poesía, Bs. As., 2002), El ring (Black & Vermelho, Bs. As., 2005), Palitos de agua (Eloísa Cartonera, Bs. As., 2005), Los animales (Bajo la luna, Bs. As., 2007), El pueblo le canta a sus familias disfuncionales (Añosluz, Bs. As., 2012) y Antes de abrir un club(Zindo & Gafuri, 2018). Algunos poemas suyos forman parte de la antología 53/70, poesía argentina del siglo XX (ES, EMR y CCPE/AECID, Rosario, 2015). Es traductor del portugués y del inglés. Entre 2004 y 2011 dirigió la editorial Black & Vermelho y el festival de poesía Salida al Mar. Administra el blog Salida al mar (salidaalmar.wordpress.com).