ECOS DE ECOS
TEXTO Y VIDEO MARIO ORTIZ
Partamos de una base física muy simple: el sonido es un fenómeno que involucra la propagación de ondas mecánicas originadas por la vibración de un cuerpo a través de un fluido u otro medio elástico. Las cuerdas vocales de mi hija se unen para generar una corriente sonora que se desplaza desde la cocina hasta mi escritorio de trabajo y dura apenas tres o cuatro segundos, los suficientes para que la escuche anunciarme: “Viejo, se acabó la yerba”. Su lenguaje oral une en un mismo lazo el espacio y el tiempo de nuestra casa. Eleva el volumen para que su voz sea audible a través de los recovecos de las habitaciones y las puertas; volverá a gritarme si no contesto en breve.
Ahora es de noche. Escucho que baja desde algún lugar indefinido del techo un largo maullido como el llanto de un bebé. Conjeturo al instante que no tardará mucho tiempo en que se escuchen los ladridos frenéticos de todos los perros de la cuadra, incluidos los míos. La hipótesis se confirma con todo éxito, obviamente. Es lo que siempre ocurre. Después escucho un motor de camión, un chirrido muy agudo de cintas de frenos desgastadas por tanto uso; luego un grito y el camión arranca. Sigue siendo el basurero. Más o menos a la misma hora durante todos los días de semana. Todo indica que seguimos viviendo en la felicidad de un cosmos previsible cuyas tranquilizadoras certezas se sustentan en los estrictos límites de la geometría euclidiana.
Poco a poco nos vamos acostumbrando a que esas locuciones robóticas entrecortadas por un tartamudeo cibernético se correspondan con la voz de un amigo, de una compañera o compañero de trabajo de la escuela, de un/a alumno/a. Es todo lo que queda de ellos.
Sin embargo, de repente un virus desconocido nos confinó en el estrecho cubículo de la alegoría cavernícola platónica y, encadenados con grilletes al teclado de la PC, comenzamos a tener visiones distorsionadas, rostros que se deforman y encriptan con letras jeroglíficas suspendidas en el espacio negro del meet. Extraños ruidos se confunden con las voces metálicas que emergen de los parlantes. Poco a poco nos vamos acostumbrando a que esas locuciones robóticas entrecortadas por un tartamudeo cibernético se correspondan con la voz de un amigo, de una compañera o compañero de trabajo de la escuela, de un/a alumno/a. Es todo lo que queda de ellos. Mientras tanto, un “bit bit” periódico anuncia que si no se provee energía al sistema en pocos minutos se extinguirá todo y quedaremos ciegos y mudos.
La disgregación de lo que parecía inextricablemente unido es un hecho consumado. Pocos meses bastaron para acabar con el fenómeno inmemorial de que una conversación oral se asociase a un rostro y una expresividad. Hoy la didáctica por zoom o meet se suele desarrollar en un ámbito de cámaras apagadas y micrófonos silenciados. Habrá muchos motivos para explicar esta decisión personal: deseos de no mostrase o de que el docente no invada la intimidad del estudiante; problemas técnicos; falta de señal; “hacerse la rata”, etc. Sea por lo que sea, la clase se desarrolla bajo el contrato de una presuposición existencial: el profesor mantiene la esperanza que detrás de esa pantalla negra con una letra hay alguien, un estudiante por cada cuadradito negro. Al devenir meros paquetes informáticos, la corporeidad se evapora y la relación pedagógica queda reducida a mera provisión de servicios digitales en medio de una asepsia garantizada. Cada casa transformada en un call-center didáctico con nichos simuladores de realidad escolar.
En el antiguo mundo 3-D, luego del timbre lxs chicxs volvían del recreo distraídos. Era necesario forzar un poco la voz en el inicio de la clase para lograr un mínimo clima de atención; así y todo, era habitual un determinado nivel de bullicio. Conversaciones con el compañero de al lado; voces de lxs aplicadxs que siempre están dispuestos a contestar las preguntas; pedidos para ir al baño. Ahora, en la clase virtual ni siquiera podríamos pensar en términos de silencio porque éste tiene una profundidad que puede ser contemplativa o de simple disfrute: el silencio que permite escuchar la voz de mi hija, la del gato que maúlla en el techo, la regularidad de la vida. No. La clase virtual no es silencio: es el no-sonido que se inicia con el “clonc” de admisión al aula. A partir de allí, el vacío de lo que ya no se oye más, la lectura de una respuesta que el alumno manda por el chat.
Hace muy poco, grabando un material didáctico para enviar, mi hija me reveló borgianamente un aspecto del infinito. Armamos una reunión de meet; pulsé la opción para compartir pantalla y al anclar la mía propia como imagen a compartir, el recuadro comenzó a multiplicarse al igual que un espejo puesto frente a otro.
Ya sabíamos que en el universo cibernético el espacio se comprime hasta volverse virtual y la duración se acelera exponencialmente y deviene ubicuidad instantánea del “tiempo real”. La frecuencia de nuestras comunicaciones diarias hace que olvidemos las habituales coordenadas con que nos manejábamos desde la época de los primeros homínidos. Aceptamos como un hecho normal que entrar al aula es oprimir la tecla derecha del mouse. Pero la puesta en abismo que se abrió en mi computadora me abdujo con su atracción de agujero negro y se evaporó lo poco que aún quedaba de materia a mi alrededor. Como una exacta réplica sonora de lo visible, mi voz y los sonidos rebotaban en ecos hasta deformarse y, si las últimas imágenes del eco visual pierden nitidez hasta convertirse en una mancha, los últimos reflejos sonoros se fusionan en ruido espectral. Pequeños recuadros asoman, se desdoblan y desaparecen; lucecitas verdes titilan en lo alto. Ecos de ecos, fantasmas de fantasmas.
Newton consideraba que el espacio y tiempo absolutos eran el Sensorium Dei, los órganos sensoriales de Dios que le garantizaban su omnipresencia y eternidad. Me pregunto, entonces si nuestros órganos limitados de mamíferos superiores son capaces de soportar la ubicuidad del eterno presente artificial. Si algún día podemos liberarnos de la caverna ya nada alegórica y conseguimos emerger a la superficie, me pregunto si reconoceremos los rostros y las voces, las formas del abrazo y los ruidos del aula.
Mario Ortiz nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1965. Es escritor y docente. Participó en la formación del colectivo artístico Poetas Mateístas en 1985, junto a Marcelo Díaz, Sergio Raimondi, Fabián Alberdi y Omar Chauvié. Entre 1992 y 1995 fue libretista en el programa radial humorístico Maldición llegó el verano junto a Luis Sagasti y Miguel Martos. Colaboró con el proyecto editorial VOX, radicado en Bahía Blanca.
Todos sus libros de poesía tienen el título general Cuadernos de lengua y literatura de los que lleva publicados once volúmenes: Cuadernos de Lengua y Literatura vol. I, Bahía Blanca, Edit. VOX, 2000; Cuadernos de Lengua y Literatura vol. II, Bahía Blanca, Edit. VOX, 2001; Cuadernos de Lengua y Literatura vol. III (yo luis carapella), Sello Cooperativa Editora “El Calamar”, Bahía Blanca, 2003; Cuadernos de lengua y literatura vol. IV (El libro de las formas que se hunden), Buenos Aires, Gog & Magog, 2010; Cuadernos de lengua y literatura vol. V (Al pie de la letra) Editorial 17 Grises, Bahía Blanca, mayo de 2010; Cuadernos de Lengua y Literatura vol. VI (Crítica de la imaginación pura), Montevideo, Editorial La Propia Cartonera, 2011; Cuadernos de Lengua y Literatura vol. V, VI y VII, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013; Cuadernos de Lengua y Literatura vol. VIII (Conectores temporales), Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014; Cuadernos de Lengua y Literatura vol. IX (Ejercicios de Lectoescritura), España, Editorial Liliputiense, 2014; Cuadernos de Lengua y Literatura vol. III ½ (La canción del poeta atrasado) Córdoba, Miembro Fantasma, 2015; Cuadernos de lengua y literatura, vol. X (El libro de las escalas múltiples), Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2017.
Los sonidos de la pandemia es un proyecto cuyo grupo de coordinación está formado por Luciana Di Leone (docente e investigadora UFRJ, FAPERJ, Brasil); Marcelo Díaz (poeta y editor de NAU, sitio de poesía); Ignacio Iriarte (investigador UNMdP/ INHUS, CONICET); Raúl Minsburg (artista sonoro e investigador UNTREF) y Ana Porrúa (escritora e investigadora UNMdP / INHUS, CONICET). Disponible también en Caja de Resonancia https://cajaderesonancia.com/index.php?mod=sonidos-pandemia