LA ENFERMEDAD COMO PROBLEMA DE LOCALIZACIÓN
por Alfonso Mallo
para Carlos Ríos
De noche, en el lenguaje imaginario de los vecinos, el fondo no existe. Quizás nunca existió y es apenas un lugar geográfico congelado en la frialdad de un plano urbano, la confluencia de paredes medianeras ganadas por el tiempo, resquebrajadas por los terremotos y el descuido. Hay allí una zona, pequeña y triangular, donde se reúnen las ideas de todos los que, sin saberlo, compartimos la fracción del barrio definida por el espacio trasero de nuestras respectivas casas. Unidos pero separados. Así como las hormigas esconden en su recorrido el centro del hormiguero y son, a la vista de todos, en esta realidad, más veces un camino y un movimiento que un punto estático bajo la tierra, el fondo de la casa, que es el de la mía pero también el de otras cuatro o cinco, revive por las noches como si no existiera en horas diferentes.
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A veces parece eso —que el fondo adquiere una vida diversa y sonora— y a veces otra cosa pero siempre, en esta época extraña, pasa algo.
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Es de noche otra vez. Igual a la de ayer y a la de antes de ayer e igual a todas las que la precedieron desde hace siete, ocho meses. En la ciudad, el toque de queda que se instala antes de que cambie el día es interrumpido a veces por el sonido de un auto a toda velocidad que recorre la avenida. Desde el fondo no es posible saber si se trata de alguien apurado por cumplir la ley, un rezagado, o un móvil de la policía. No se ven luces salvo las ventanas del edificio cercano y la cortina azul, iluminada por los reflejos del televisor, de los vecinos de más allá. El frente de su casa da sobre la avenida. Ellos capaz saben o escuchan mejor pero ahora están acostados, mirando la televisión, en el dormitorio del segundo piso que da hacia el fondo.
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El vecino al que abandonaron dos veces es silencioso. Ahora tiene un perro chico, negro (a lo mejor sea perra), un cachorro, y su hija lo viene a visitar un fin de semana sí, otro no. Con el calor, armó una piscina de lona en el fondo y los gatos, que antes atravesaban su jardín para llegar hasta el mío, caminan por lo más alto de las medianeras para evitar el terreno dominado por el perro. Se puede adivinar cuándo vendrá la niña porque el filtro de la piscina empieza a funcionar un par de días antes, con un ruido tenue que no divide la noche pero la acompaña: un ronroneo. En esta época el agua debe estar siempre tibia.
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Noches enteras en las que no se oye nada, ningún auto. Otras, cada vez más, en las que proliferan los zumbidos. Hace tiempo que no escucho un choque; ni siquiera una frenada brusca o larga, arrastrándose por el asfalto en una diagonal cuyo chirrido termina extinguiéndose en un silencio algo frustrante: lo esperable era la explosión, un poste caído, gritos, sirenas. Antes pasaba a menudo. Antes.
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Una estantería de madera, sencilla, se recuesta sobre la pared que da hacia mi casa (la de aquel lado, la más larga, la que une el frente casi inexistente con el corazón mismo del fondo, donde somos todos). El vecino al que abandonaron dos veces tiene allí un muestrario bastante amplio de cactus (eso que, ahora, llaman suculentas) y, cada tanto, los riega y los poda. El sonido de las tijeras es singular, un corte en el aire pero también en algo que es carnoso, que tiene cuerpo. El tipo parece prolijo: trabaja un rato, a lo mejor riega, y se mete en la casa, que es donde está la mayor parte del tiempo. Una sola vez, en esta época, lo escuché acometer esa tarea de noche y salí al patio empujado por el chis-chis, chis-chis de sus tijeras pequeñas.
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El que escribe esto no sabe, aunque finja, qué es lo que de verdad ocurre detrás de las paredes medianeras que lo aislan. La alternancia de lo que dice y lo que hace, como la de lo que piensa y lo que imagina (rara vez, aun estando solo, habla), divide la inquietud y lo obliga a alejarla: el distanciamiento (o la defección hacia la pereza, según sea el caso) ha sido la única tabla de salvación posible en meses de confinamiento. No le interesa definir a qué se refiere con salvación, ni de qué cosa debería salvarse: no es religioso, el mundo está alterado y, sin embargo, algo en todo lo que pasa le resulta fraterno. Salvación parece una palabra adecuada para la época y nada más que eso: sin trampas.
Aunque, por la noche, a veces se detiene en lo que, imagina, es el exacto medio de esa confluencia arquitectónica, el cambio entre la luminosidad del cuarto del que sale y la oscuridad del fondo al que ingresa lo enceguece el tiempo suficiente como para sumir el trayecto de unos pocos metros en una nebulosa voluntaria, buscada. Si se quita los anteojos que corrigen la miopía el efecto aumenta. A las dos o tres de la mañana, con la ciudad anestesiada por obligación, esos minutos son la certeza de que no hay nada más que hacer o, mejor dicho, de que cualquier cosa que suponga alguna acción derivará hacia el fracaso. Si tuviera tiempo para averiguarlo o estudios mejores, diría, otra vez, que sale del lugar donde está, avanza unos pasos y se detiene, en plena oscuridad, en un punto exacto, siempre el mismo y cada noche: le gusta creer que allí existe el cruce de un par de líneas electromagnéticas, esas que, dicen, arman una red invisible en todo el planeta. Y cree, también, que ese lugar atrae los sonidos nocturnos sin que tenga importancia quien los produzca y mucho menos la distancia, que parece abolida del todo cuando comprueba que casi puede distinguir lo que dice una pareja que conversa bajo una luz tenue en el balcón de su departamento del edificio de la esquina.
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Los vecinos que miran la tele y se acuestan temprano detrás de una cortina azul también son silenciosos. Eso no quiere decir nada, porque la noche determina siempre el valor que produce el sonido. Si de día se hablaran a los gritos o discutieran o escucharan música mientras barren o limpian (aquí se diría «mientras hacen el aseo») habría que aplicar un esfuerzo significativo para distinguir la singularidad de una casa parecida a todas las demás en el medio de los ruidos que la ciudad misma produce en esta zona, no demasiado alejada del centro. Y aunque no pasa nada y nada pasa, y los meses transcurren sin gracia y con algo de temor en el aire, de noche es cuando en el fondo reviven los sonidos que hacemos, la única forma que tenemos de relacionarnos o confluir, porque con el sol nos escondemos en la cortesía.
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Ese punto al que llega algunas noches, posiblemente aumentado por alguna corriente subterránea de la que no tiene noticias (en la ciudad, los sonidos de la naturaleza han sido entubados para mayor comodidad de sus habitantes, aunque permanezcan allí abajo en una eterna vibración), no es el vórtice entre medianeras, es decir, no es una situación geométrica exacta sino el lugar donde el cielo se hace alto, alejado de las casas y los árboles añosos, un tubo en el espacio que une la tierra con lo que sea que está después de lo visible. Si alguien trazara una línea, esquivaría apenas el alero de su propia casa, las ramas cercanas del palto viejo y se perdería en un punto más allá de todos los techos del barrio y del cielo siempre despejado de esta ciudad. El que escribe percibe que en el edificio cercano hay una fiesta. O una reunión familiar, aunque le parece que no, que es una fiesta (son voces jóvenes que gritan para imponerse sobre las otras; arrastran las palabras al ritmo del alcohol y agitan las manos: eso no lo ve, pues en el edificio, a esta hora, todas las ventanas son parecidas y apenas cambia el matiz de la iluminación que las recorta). Es tarde y ese tipo de cosas están prohibidas. Parado en la oscuridad, mira sin ver y no entiende las conversaciones que aumentan de intensidad o se transparentan hasta el murmullo para retomar después, con un ritmo irregular y azaroso. Llegó hasta allí creyendo que todo estaría calmo y no. Como siempre, pasan cosas. Las preguntas que lo asedian son, la primera, por qué cada noche, y en algunas más de una vez, camina hasta ese lugar específico de su propio patio y, la segunda, por qué allí es posible escuchar todo lo que ocurre alrededor cuando parece que no pasa nada.
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Quizás sea una pareja algo vieja o a lo mejor vive más gente en la casa, imposible saberlo. Desde que murió la mía, en el medio de la cuarentena, y dejé de prestar atención a sus rumores (que raras veces eran el ladrido previsible sino su manera de estar: el siseo de las patas atravesando el pasto, el arañazo constante que profundizaba el agujero que le servía de nido o la aceleración sobre las piedras junto a la parrilla que de pronto se le metía en el cuerpo al ver un gato ladino y siempre más rápido), los perros del vecindario se han hecho presentes como si fueran propios. Por imposibilidad de comparación, una costumbre deleznable de la que me costó desprenderme, dejé de definir a los vecinos según la naturaleza que compongo para sus mascotas, aunque de pronto lo hago, de todas formas, en memoria de la perra ida. Los que miran la tele, y que por un momento serán una pareja de viejos, tienen un perro que no he visto nunca pero que imagino lanudo, chico e inquieto: acorde. Algunas noches, sobre todo ahora, que todo sigue igual pero la temperatura es más alta, lo dejan afuera y lo escucho jugar con una botella de plástico o una maceta vacía, vaya uno a saber. Y así, un buen rato, hasta que se cansa.
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Lo encienden a las dos, o a las dos y media. Una vez y para. Después otra, casi sin que haya transcurrido tiempo suficiente para que el agua alcance a calentarse. Otra vez y para. Tic-tic-tic y sigue la explosión controlada sobre el gas recién liberado, gracias a la chispa que una rueda, movida por el agua, en una versión alterada y en miniatura del motor que impulsa a los barcos en el Mississippi, inventa cada vez que alguien abre la canilla. Los calefones, en este país, tienen pilas o se conectan a la corriente eléctrica, y están en los patios: terminan en una chimenea de lata zincada que atraviesa los techos con lo que se conoce como un «sombrerito chino»: ventilación a los cuatro vientos. Escucho el del vecino de la izquierda cada noche, porque es el que está más cerca de donde estoy sentado muchas horas. Durante el día, y sin moverme, el panorama cambia al ritmo marcial de la lavadora que termina con unos pitidos electrónicos para avisar que el ciclo ha concluido. Nada más, o las personas que salen al patio a sacar la basura y siguen una conversación que comenzó adentro. El calefón, de día, no se escucha. Y de noche, cuando no es necesario desplazarse para percibirlo ni prestar atención de manera especial, irrumpe en horarios insólitos y con los traspiés que impiden imaginar una actividad normal: lavarse las manos, los dientes o los platos. Alguien activa el agua caliente tic-tic-tic plum y la corta casi de inmediato. Vuelve a abrir la canilla tic-tic-tic plum y la cierra. Y, al rato, otra vez. Lo que queda es la idea de las costumbres alteradas por el encierro y la rutina. El misterio natural de lo que alguien hace en horas insólitas y que, según se escucha, permanecerá así, sin explicación.
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Por más que escriba con la intención de detenerlo o fijarlo (es una noción algo más acabada), el sonido se produce más allá de la rutina algo angustiosa de cada noche y aunque no se desplace hasta el punto en el que, cree, es más fácil percibirlo (o, para continuar con una idea mejor, absorberlo de manera completa: esa ilusión de la totalidad de un instante: inescribible) adviene en formas recurrentes, en ocasiones circulares o espasmódicas pero siempre del lado de la sorpresa. Las líneas electromagnéticas que se unen en un lugar preciso del patio podrían ser establecidas con cierta exactitud recurriendo a disciplinas menores y de dudosa reputación (aunque probada efectividad, como la rabdomancia). Si bien la teoría no está demostrada, la bibliografía divulgativa que la rodea, y que es abundante, afirma que esas emanaciones aumentan su intensidad por las noches. El que escribe va y viene hasta ese punto no ya para encontrar alguna explicación de lo que pasa durante el día sino para experimentar el lugar donde una suerte de embudo invisible recoge lo que suena, esa música que aletea interrumpida por nuevas frases que le son propias pero que no parecen previstas de antemano. Y va y viene, mientras el tiempo pasa hasta que una arremetida inesperada, por ejemplo, del calefón del vecino de la izquierda, lo detiene: podría ser también el silencio o un reloj o una bomba.
Ñuñoa, 29 de agosto – 19 de diciembre de 2020
Alfonso Mallo nació en Mar del Plata, Argentina, en 1975, y vive en Santiago de Chile desde hace casi veinte años. Publicó Luz de la inquietud (2003), Los incendios (2005) y País de detalles (2012). Trabaja como editor. http://www.eldiainvisible.com/
Los sonidos de la pandemia es un proyecto cuyo grupo de coordinación está formado por Luciana Di Leone (docente e investigadora UFRJ, FAPERJ, Brasil); Marcelo Díaz (poeta y editor de NAU, sitio de poesía); Ignacio Iriarte (investigador UNMdP/ INHUS, CONICET); Raúl Minsburg (artista sonoro e investigador UNTREF) y Ana Porrúa (escritora e investigadora UNMdP / INHUS, CONICET). Disponible también en Caja de Resonancia https://cajaderesonancia.com/index.php?mod=sonidos-pandemia